Se fue un visionario del mundo del libro
Jason Epstein, editor visionario como pocos, murió el viernes 4 de febrero pasado en su casa de Sag Harbor, pequeña localidad portuaria cercana a Nueva York. Tenía 93 años. Lo describían como un intelectual con gusto por el comercio o como un hombre de negocios apasionado por la literatura de calidad.

21 de febrero de 2022
Por Sergio Dahbar
Jason Epstein, editor visionario como pocos, murió el viernes 4 de febrero pasado en su casa de Sag Harbor, pequeña localidad portuaria cercana a Nueva York. Tenía 93 años. Lo describían como un intelectual con gusto por el comercio o como un hombre de negocios apasionado por la literatura de calidad. Sus aciertos profesionales parecían provenir de un fuego poco común de instintos literarios y olfato para el mercadeo.
Por citar tres innovaciones fundamentales, desarrolló por primera vez en Estados Unidos −en los años cincuenta− una colección de libros de bolsillo, con clásicos bien diseñados y muy económicos, en Anchor Books. Con Edmund Wilson creó la Biblioteca de América, con grandes firmas de la literatura de Estados Unidos. Durante una cena entre amigos, sembró la semilla de lo que se convertiría en una de las publicaciones intelectuales más importantes de Estados Unidos, The New York Review of Books.
Jason Epstein vino al mundo un 25 de agosto de 1928, en Cambridge, Massachusetts
Era el hijo de Robert Epstein, empresario textilero, y Gladys (Shapiro) Epstein, ama de casa, creció en Milton, un próspero suburbio de Boston. Ávido lector, se graduó precozmente de la escuela secundaria, con 15 años. Aunque mucho más joven que otros compañeros que iban a la universidad, se matriculó en Columbia de inmediato. Tomó clases con celebridades de la época, como Eric Bentley, Mark Van Doren, Joseph Wood Krutch y Lionel Trilling. Obtuvo una licenciatura en 1949 y una maestría en 1950, ambas en inglés.
Al salir de la universidad, Jason Epstein ingresó como aprendiz editorial en Doubleday. En esa época pasaba horas en los pasillos de la Librería Eighth Street, ubicada en Greenwich Village. Allí tuvo la idea de publicar clásicos encuadernados como libros de bolsillo baratos. Estudiantes universitarios que salían de la posguerra constituían un mercado rentable. Le contó su idea a Ken McCormick, editor jefe de Doubleday, mientras caminaban por Central Park. La llamó Anchor Books. Epstein tenía 25 años y reclutó a artistas como Edward Gorey para diseñar las portadas. En dos semanas, los primeros cuatro títulos vendieron 10.000 ejemplares cada uno. “Jason Epstein tiene la mente de un erudito y los instintos de un vendedor ambulante’’, repetían en los pasillos de la editorial.
Se casó con Barbara Zimmerman en 1954, deslumbrante editora de la oficina de Doubleday de Boston. Se había distinguido por editar el Diario de Ana Frank (1952). Fueron etiquetados como el primer matrimonio de editores de alto perfil. Organizaban cenas que eran festines intelectuales.
En 1958 Bennett Cerf, cofundador de Random House, captó a Jason Epstein para la casa del azar, quien abandonó Doubleday por un desacuerdo. Se habían negado a publicar Lolita, de Vladimir Nabokov. Él lo consideraba un grave error. Epstein y Cerf llegaron a un acuerdo: Epstein editaría libros y tendría libertad para iniciar negocios propios, siempre que no hubiera conflicto.
Ambas partes ganaron. Epstein consiguió éxitos de venta como Growing Up Absurd: Problems of Youth in the Organized System de Paul Goodman (1960), una biblia de la juventud estadounidense en la década de 1960, escrita por un sociólogo y terapeuta anarquista y homosexual, pionero en la lucha por los derechos LGBT; The Death and Life of Great American Cities (1961), defensa de la diversidad urbana que Jane Jacobs desarrolló a partir de un artículo sobre los fracasos de la planificación urbana; y Rules for Radicals: A Pragmatic Primer for Realistic Radicals (1971), del organizador comunitario Saul Alinsky.
The Review
El documental de Martin Scorsese y David Tedeschi, 50 años de controversia (2013), llama la atención sobre la revista cultural americana The New York Review of Books, que nació en 1963 en Manhattan, gracias a un puñado de intelectuales (Bárbara y Jason Epstein, Robert Lowell y su esposa Elizabeth Hardwick) que se reunieron a cenar y después pidieron un préstamo de 4 mil dólares. Scorsese y Tedeschi se fascinaron con la historia de uno de los medios americanos más polémicos e influyentes.
Robert Silvers, que trabajaba en Harper’s, se sumó al proyecto como editor estrella. Buscaban revitalizar la crítica cultural, reencontrar la pasión y la inteligencia que tuvo alguna vez, en el preciso momento (1963) en que una huelga de trabajadores de periódicos paralizó los medios de la ciudad de New York.
Eran muy críticos con el momento que vivían. Sentían que la cultura estaba en decadencia y que los intelectuales habían sido “lobotomizados’’. “Cuando empezamos, no buscábamos ser parte de un establishment −afirma Bob Silvers en el documental−. Todo lo contrario: queríamos examinar la veracidad de los establishments, fueran políticos o culturales”. Crearon entonces una revista que ayudó a pensar la realidad de la mano de ensayos elaborados con cuidado: eran meticulosos y controversiales.
Por sus páginas se desplegaron las ideas de grandes polemistas: Gore Vidal, Norman Mailer, Susan Sontag, Truman Capote, Saúl Bellow, que eran invitados para discutir sobre derechos civiles, sexo, guerras, justicia, violencia, música, deportes y conflictos sociales. Desde Vietnam, Irak, la caída del muro de Berlín, la Guerra de los Balcanes o el movimiento de la gente preocupada de Wall Street.
La amistad de Jason Epstein con el crítico Edmund Wilson fue otra usina de ideas: ambos imaginaron tirajes de la gran literatura estadounidense, similar a La Pléiade francesa creada por Jacques Schiffrin, con ediciones definitivas a bajo precio. Así surgió Biblioteca de América, en 1982, con volúmenes encuadernados en elegantes sobrecubiertas negras, con textos de Nathaniel Hawthorne, Herman Melville, Mark Twain, Henry James… En 2003, Epstein cofundó On Demand Books, gracias a una subvención de la Fundación Alfred P. Sloan. La empresa comercializó Espresso Book Machine, máquina que imprime y encuaderna un libro en pocos minutos. Lo suficientemente pequeño como para caber en una librería, este invento eliminó la necesidad de envío y almacenamiento de ejemplares.
La visión del futuro
Cuando los libros no existían, el relato oral era el vehículo para comunicar de generación a generación datos que eran importantes. La Odisea sigue siendo capaz de orientar a marinos y esposos que desean volver a casa, evitando peligros. Gutenberg dio un salto adelante con la invención de los tipos móviles. La humanidad dejó de memorizar historias colectivas en forma de verso, y comenzó a imprimirlas.
Jason Epstein era el tipo de visionario que entendía perfectamente los cambios que se estaban produciendo en el sector editorial. Los vio venir y comprendía lo que entrañaban.
Escribió y pensó sobre el rito de paso que se produjo en la industria editorial de libros, desde “el inventario físico almacenado en un almacén físico y transportado en camiones a los minoristas, a los archivos digitales almacenados en el ciberespacio y entregados en casi cualquier parte del mundo de manera rápida y económica por el correo electrónico’’, un cambio que ya resulta irreversible.
Epstein era un agudo observador del negocio de libros tradicional, como quien observa los movimientos de dinosaurios pequeños en una caja de cristal. Un negocio con enorme éxito en la primera mitad del siglo veinte, cuando terminó la segunda guerra mundial. Y que hoy cae en barrena, con grandes jugadores corporativos fascinados aún por éxitos de ventas arriesgadas, que no recuperan costos. Jugadores que abandonaron el fondo de libros que le daba identidad a una editorial, y que permitía la estabilidad económica.
Anoto aquí una cita de La industria del libro, una de las obras lúcidas de Jason Epstein: “La tecnología de Gutenberg fue la condición sine qua non para el renacimiento de Occidente, como si la alfabetización, el método científico y el gobierno constitucional hubieran estado implícitos, a la espera de que Gutenberg activara el interruptor. En cincuenta años, las imprentas operaban de un extremo a otro de Europa, deteniéndose únicamente en las fronteras del Islam, que rehuía a la prensa. Tal vez por el mismo miedo a la alfabetización disruptiva que alarmó al Islam, China ignoró una transcripción fonética de sus ideogramas, atribuida a un emperador coreano, que podría haber permitido el uso de tipos móviles’’.
Como todo intelectual formado en el siglo veinte, en una ciudad culturalmente vibrante y llena de contradicciones como New York, Epstein era afecto a desacralizar a los grandes pensadores. Comprendía que debía leerlos para disentir de sus ideas. Conocía muy bien el pensamiento de Karl Marx, anotado en su Manifiesto comunista: todo lo sólido se desvanece en el aire. Esta imagen la trasladó a la industria editorial actual: “su infraestructura intensiva en capital (prensas, almacenes repletos de inventario físico totalmente retornable, su mercado minorista limitado por bienes raíces costosos) se enfrenta a la disolución dentro de una gran nube en la que residirán todos los libros del mundo’’.
Para un intelectual de su talante, asimilar un mercado virtual donde el ruiseñor de Keats comparte espacio electrónico con los haikus de la tía Mary no fue tarea sencilla. Fue un innovador y nunca le tuvo miedo a la complejidad. Epstein entendió el universo digital como un aliado potencial de los editores, ya sea a través de libros electrónicos o de la impresión bajo demanda.
En 2000, participó en una entrevista, en el programa de PBS Open Mind: “Los editores lanzan un libro al mercado minorista sin tener idea adónde irá. Eso explica por qué se devuelven tantos libros sin vender a los editores. Y por qué es tan difícil, a veces, encontrar el libro en una librería. En este otro sistema, habrá mercados específicos para cada autor.
La tecnología lo hace posible, y por lo tanto va a suceder. Eso va a crear un mundo completamente nuevo”. Y vio la publicación de libros como algo más que un negocio. Era una vocación. Publicar, afirmó en la misma entrevista en PBS, “se parece más a lo que hacen sacerdotes, maestros y algunos médicos, que a lo que hacen las personas que se convierten en abogados, empresarios o corredores de bolsa de Wall Street. Sientes que estás haciendo algo importantísimo, por lo que vale la pena sacrificarse. Sin los libros no sabríamos quiénes somos”.
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