La larga agonía de la disidencia rusa

Varios activistas rusos intentan desenterrar el pasado más abyecto de siete décadas de totalitarismo soviético. Suelen enfrentarse al poder político y a una cierta ceguera del pueblo que se deja enamorar por ideas de grandeza sin ver las cifras de la represión más brutal.

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13 de marzo de 2022
Por Sergio Dahbar

En un artículo reciente del periodista español Enric González, lúcido e incómodo como suelen ser los suyos, publicado en El País de España, al parafrasear una frase de Dostoievski, deja caer esta sentencia: “No lo olvidemos: Rusia sabe sufrir’’. Está en lo cierto. Años de penurias lo certifican. El disidente soviético Arseny Roginsky, combatiente del totalitarismo que se volvió más famoso con la caída de URSS, se lamenta en la película El derecho a la memoria de Ludmila Gordon: “la mitad del país no sabe donde están enterrados sus bisabuelos’’. Hay decenas de millones de muertes que arrojaron dos guerras mundiales, una guerra civil, las hambrunas y deportaciones, junto con el Gran Terror y el Gulag. Los rusos saben lo que es el sufrimiento.

El trabajo de Memorial resulta notable

Roginsky dirigió la ong Memorial, desde 1998 hasta su muerte en 2017. Tenía 71 años. Documentó y estimuló la concientización sobre las represiones masivas durante los años de la era soviética. Y promovió la defensa de los derechos humanos y la articulación de la sociedad civil sobre valores democráticos en la Rusia de hoy. Su ong ha sido pionera en la investigación de los arrestos, los encarcelamientos y las ejecuciones de millones de soviéticos. Esta tarea, dolorosa y arriesgada, le permitió rastrear archivos y descubrir lugares donde ocurrieron asesinatos en masas en los años del comunismo.

Centrados en la investigación de muertes causadas de manera intencional por el estado soviético, y promoviendo los datos obtenidos a través de “exhibiciones, monumentos, sitios web, libros y concursos de ensayos para escuelas secundarias’’, como bien anota Benjamin Nathans, profesor de historia rusa en la universidad de Pensilvania, en un informado y extenso artículo de la revista The New York Review of Books.

“Ultima dirección’’ es uno de los tantos programas de Memorial.  Colocaron dos mil placas, del tamaño de una mano, en fachadas de edificios de apartamentos. En cada lámina inscribieron el nombre, la ocupación y las fechas de nacimiento, arresto y ejecución de un ex residente de ese edificio. En algunos casos agregaron fecha de rehabilitación oficial, y la prueba de que se destruyó una vida inocente. Como dice Nathans en su trabajo, el enfoque de Memorial “es descaradamente actual, diseñado para fomentar el retorno de lo reprimido al discurso público contemporáneo’’. 

Memorial no tiene en su misión solo el trabajo sobre el pasado. También indagan sobre las victimas recientes de violaciones de derechos humanos. Los abogados de esta ong documentan crímenes en zonas de guerra, como el conflicto de Chechenia, y las guerras de Rusia contra Georgia y Ucrania. Y trabajan para ayudar a los refugiados, a los migrantes, a las minorías étnicas y religiosas, a los nuevos presos políticos que no tienen nada que ver con el antiguo estado soviético, sino con el absolutismo de Vladimir Putin y su régimen de terror actual.

El gobierno ruso no se ha quedado tranquilo ante el trabajo realizado por Roginsky en Memorial. En 2012 aceleró la aprobación de una ley que exige a las ongs rusas renunciar a los fondos que reciben de fundaciones europeas y americanas para sus investigaciones y funcionamiento interno. Toda ayuda del exterior es satanizada por las autoridades, quienes amenazan con la cárcel a quienes continúen recibiendo dinero para denunciar atropellos y abusos del estado. Esta modalidad no es única y exclusiva del gobierno totalitario de Rusia, sino que ha sido adoptada por otras dictaduras en el mundo, como la cubana, la nicaragüense y la venezolana.

En 2019 el ministro de cultura ruso, Vladimir Medinsky, arremetió contra una investigación de Memorial: el descubrimiento de una fosa común en el bosque de Sandarmokh, en la frontera con Finlandia. Nueve mil víctimas del terror de Stalin fueron ejecutadas en 1937 y 1938. Hasta el día de hoy, gracias al trabajo minucioso de los forenses e historiadores que trabajan con Memorial, se han recuperado las identidades de 6241 víctimas y los campos de exterminio. Para el gobierno esto solo es “una especulación en torno a eventos en el bosque de Sandarmokh’’.

Tatuada en su historia personal la represión soviética

Nació en 1946, al lado de un campo de trabajos forzados, en el norte de Rusia. Su padre, Boris, era ingeniero y había sido condenado en 1938, acusado de participar en una conspiración contra Stalin. Aunque a veces lo dejaban salir del campo para compartir con la familia, en una cabaña cercana, quedó en libertad en 1945. Seis años después fue encarcelado, por la misma acusación de conspiración, y murió en prisión.

En 1955, dos años después de la muerte de Stalin, la familia recibió dos noticias paradójicas. Les informaban que Boris había sido oficialmente rehabilitado. La segunda noticia notificaba sobre el lugar y la causa de la muerte. Todo era mentira. Arseny aprendió muy joven como se puede falsear la realidad en un documento oficial. Nunca pudieron averiguar donde había sido enterrado su padre. En los años sesenta Arseny Roginsky estudió historia y filología, en la Universidad de Tartu en la Estonia soviética. Allí hizo conoció disidentes que comenzaban a luchar contra la represión del estado ruso, como la poeta y traductora Natalya Gorbanevskaya.

Un precedente de Memorial es Memory, revista Samizdat (contracción de las palabras auto y publicación) que se fundó en 1976 para rescatar la historia oculta por el poder sobre los desaparecidos de todos los terrores desatados en Rusia. Los samizdat papales mecanografiados que circulaban de mano en mano, dado que su difusión estaba prohibida por el gobierno. Roginsky diseñó Memory como un contraarchivo. Como los registros oficiales habían sido destruidos o falsificados, había que crear una caja de resonancia de relatos en primera persona con la historia de las persecuciones del estalinismo. Cartas privadas, manuscritos autobiográficos, y si era factible entrevistas con sobrevivientes. Habían entendido que todo ruso mayor de setenta años tenía una historia familiar valiosa sobre la represión. Una historia que no se había escrito.

Una disonancia cognitiva

Pero la gran decepción de Arseny Roginsky no es lo que previsiblemente hicieron las administraciones soviéticas y rusas para encarcelarlos y censurarlos. Lo intolerable es la pasividad del pueblo ruso. Tratan a su estado como algo sagrado. Eso se ha alimentado por años de propaganda soviética y ahora por el discurso de Vladimir Putin. Así sucede lo que Roginsky llama, en el documental de Ludmila Gordon, “una disonancia cognitiva’’.

Los rusos no pueden conciliar “la gloria de su estado, que unió un territorio enorme y diverso, defendió con éxito a su población contra los ataques extranjeros, modernizó la economía en tiempo record, y envió un hombre al espacio, con la idea de que también era una empresa criminal responsable de asesinar a millones de ciudadanos inocentes’’.

Si le preguntas a un ruso de quien fue la culpa de la muerte de tu bisabuelo, abuelo o padre, alega Roginsky en el documental de Gordon, dirán que fue el vecino que lo denunció, el interrogador que lo torturó, el verdugo que apretó el gatillo en el sótano del penal. El pueblo no acepta la verdad última: fue el estado el culpable. Era el terror del estado contra el individuo para permanecer en el poder. 

Si hubiera que simplificar el trabajo final de Roginsky en una frase, se podría decir que se dedicó a desacralizar al estado ruso en la mente de sus conciudadanos. Una labor que no lo hizo popular en vida, y que le permitió acumular premios por luchar a favor de los derechos humanos y la recuperación de la memoria histórica, reconocimientos todos otorgados por los gobiernos de Estonia, Alemania y Polonia. Después de muerto en 2017, Memorial continúa con su trabajo incansable.

A la “disonancia cognitiva’’ referida por Roginsky, se han enfrentado disidentes de la época soviética, como la poeta Natalya Gorbanevskaya, o su amiga, la escritora Lyudmila Ulitskaya, una de las novelistas más exitosas de la Rusia de Putin, y una autoridad moral para muchos intelectuales.

Natalya Gorbanevskaya se hizo famosa el 25 de agosto de 1968 en la plaza roja de Moscú. En el mismo lugar en el que se alzaba una vieja horca medieval. Ocho disidentes, con una pancarta que reclamaba “Por tu libertad y la nuestra’’, protestaban la represión de los tanques rusos aplastando la Primavera de Praga, un sueño de cambio que rápidamente fue decapitado. Los ocho jóvenes fueron reprimidos por esbirros rusos contratados por el gobierno para patearlos y gritarles ofensas por ser judíos. Los arrastraron y encarcelaron. Joan Baez compuso una canción en su memoria. Y Tom Stoppard escribió una obra de teatro.

La historia de Natalya Gorbanevskaya

Gorbanevskaya era menuda. Hija de una bibliotecaria, se enamoró de las palabras y del idioma polaco. Traductora dada de baja porque acababa de tener una criatura. Era amiga de Anna Akmatova. Y redactaba samizdats violentos como piedras. La policía secreta soviética no la perdonó. Pasó dos años en un hospital psiquiátrico. Le diagnosticaron “esquizofrenia lenta’’, enfermedad común entre gente que se oponía al gobierno. En 1975 emigró a Francia, donde residió hasta su muerte. Como había sido escritora de samizdats, en la modernidad se convirtió en bloguera, no menos controversial. No toleraba la injusticia y la hipocresía de los políticos. Pero más aun la amnesia del pueblo ruso, su capacidad para sobrevivir sin querer enterarse.

En 2013 Natalya Gorbanevskaya volvió a Rusia. Tenía 77 años. Putin ya era venerado. Se unió a colegas disidentes de los años sesenta. Recrearon el momento de gloria cuando el mundo conoció a ocho activistas en la plaza roja en 1968. Volvieron a desplegar el mismo eslogan de entonces: “Por tu libertad y la nuestra’’. Y fueron arrestados por la policía, como un deja vu que no cesaba de repetirse. Meses después murió en París. Fue enterrada en el cementerio Pere Lachaise.

La historia de Lyudmila Ulitskaya

En 2014 otra escritora incómoda para el gobierno de Putin, Lyudmila Ulitskaya, recordó la memoria de Natalya Gorbanevskaya. Habían sido amigas y de alguna manera Ulitskaya le debía esa despedida. Habló de su activismo político y de la persecución que sufrió, cuando el estado convenció a psiquiatras que usaran medicamentos para aplacar la rebelión de intelectuales incómodos, una página negra en la historia de la psiquiatría rusa.

En Venezuela esa página está manchada de sangre con el capítulo de un asesino desequilibrado, Joao de Gouveia, que fue usado el 6 de diciembre de 2002 para atentar contra opositores al gobierno de Hugo Chávez, en la plaza Altamira, al norte de Caracas.

Quizás las palabras más sentidas de Lyudmila Ulitskaya sobre Gorbanevskaya se refieran a la vida privada de la poeta. Natalya nunca se casó. Como su madre, adoptó una niña. Aparte, tenía dos hijos biológicos. Sus dos hijos tuvieron descendencia fuera del matrimonio antes de casarse con mujeres que no eran las madres de los niños. Gorbanevskaya decidió crear conexiones entre toda esta familia extendida. Se hizo amiga de todos. Y siempre alentó que se quisieran. Una mujer que había conocido el odio del estado tomó la decisión de promover el amor entre todos los nexos de su descendencia. Fue la mejor manera que encontró Ulitskaya de recordar a una mujer ejemplar, que había empezado a ser olvidada.

Pero Lyudmila Ulitskaya no es optimista. No puede serlo en unos días en que Vladimir Putin, anacrónico e inhumano, ha desatado los demonios de una guerra insensata. En un artículo publicado en The New Yorker, Masha Gessen refiere una conversación. Le pregunta como ve el futuro. Y Ulitskaya responde: “Creo cada vez más que no debería describirme a mí misma como Cenicienta sino como Caperucita roja. Me comerán antes de que todo termine’’. Lo piensa y alega: “Quizás no viva lo suficiente para ver que eso suceda’’. Así pareciera ser el destino de los disidentes rusos desde tiempos inmemoriales.

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