Adiós a un librero de raza, por Sergio Dahbar

Se fue uno de los excelentes libreros que siempre tuvo Bogotá. Uno podría pensar que uno de los propietarios de la librería Prólogo, en el norte de Bogotá, siempre estuvo cerca de los libros. Y de alguna manera fue cierto, aunque su profesión lo llevó por avatares tan curiosos como la agronomía, la biotecnología, y…

Columna de Sergio Dahbar

Se fue uno de los excelentes libreros que siempre tuvo Bogotá. Uno podría pensar que uno de los propietarios de la librería Prólogo, en el norte de Bogotá, siempre estuvo cerca de los libros. Y de alguna manera fue cierto, aunque su profesión lo llevó por avatares tan curiosos como la agronomía, la biotecnología, y la búsqueda de la papaya perfecta. El vínculo siempre fue la filosofía

 Por Sergio Dahbar

Provocaba conversar con Lleras. Escondía una catarata de historias personales que parecían salidas de los libros. Pero lo curioso es que en su caso provenían de la vida y las experiencias profesionales. Un agrónomo que había estudiado filosofía siempre tenía buena conversación.

Mauricio Lleras fue uno de los propietarios de Prólogo, espacio cultural privilegiado que mudó de direcciones por los avatares de la construcción y el desarrollo urbanístico. Siempre situada en esquinas del norte de Bogotá, con café puntual y a veces con una terraza ideal para el diálogo y el descubrimiento de libros asombrosos.

Ha pasado mucho tiempo ya desde el día en que Lleras, en compañía de su socio, Rodrigo Matamoros, lanzaron los dados alrededor de la idea remota de fundar una librería y repitieron al unísono: “Quebrémonos’’.

Los dueños de Prólogo enfrentaron el negocio de manera creativa, en un mercado de librerías plural y diverso, donde había espacio para grandes cadenas y pequeñas tiendas especializadas, con clientes fieles que se acercaban en busca de novedades y de las orientaciones naturales que todo buen librero tiene bajo el brazo.

Lleras reconocía que su casa de libros tenía gustos particulares: estaba muy bien dotada en el área de literatura general e hispanoamericana, con segmentos especiales para la novela y el ensayo. La poesía no era su fuerte, aunque con algunas recomendaciones fue mejorando.

Flores e ideas

Mauricio Lleras estudió agronomía en Santiago de Chile, entre 1971 y 1975. Respiró de cerca el golpe de Augusto Pinochet contra el gobierno de Salvador Allende. Fueron terribles para este bogotano los bombardeos sobre el Palacio de la Moneda y lo que esa ruptura democrática significó para Chile.

Al regresar a Colombia comenzó a estudiar filosofía en 1975, otro de los placeres que apuntalaron su formación, que lo mantuvo en las aulas por tres años. Pero mientras el espíritu se enriquecía, Lleras debía alimentar a su familia. Y las flores se convirtieron en una fuerza arrolladora para su perfil profesional. Del estudio del ADN de una especie particular, a las declinaciones del latín había apenas un paso que era mágico.

Incómodo con la dependencia que mostraba Colombia hacia los vegetales importados, por los problemas fitosanitarios de esas importaciones (hongos, virus, bacterias), comenzó a trabajar en la clonación de claveles colombianos. Estudió en California con un japonés que sabía todo y más. Fueron años intensos, en los que se debatió en empresas importantes colombianas por ideas que eran arriesgadas y complejas de aceptar por directorios con el ojo puesto en la rentabilidad.

La clonación de claveles, la homogenización de las frutas y el conjunto de células indiferenciadas donde se encuentra la memoria genética de las plantas significaban chino básico para quien deseaba hacer negocios sin preocuparse demasiado en detalles científicos excesivamente elaborados.

La papaya perfecta

Un día el empresario Jorge Carulla llamó a Lleras para que ayudara a su empresa a buscar la papaya perfecta. En esa cadena de alimentos habían detectado que era la fruta más buscada por las mujeres. Y les interesaba reproducir esa fruta de manera homogénea, con una temperatura, un tamaño y un sabor que convenciera de manera definitiva al consumidor.

Mauricio Lleras comenzó a trabajar en su profesión, la agronomía, para buscar una producción tipo de 180 toneladas por hectárea. Estudió el cruce de las semillas y descubrió que en las montañas del Valle del Cauca había tierras resistentes a los virus que dañaban las frutas.

Se creó un banco germoplasma (aséptico, controlado, en tubos de ensayo), con clones in vitro. Y comenzaron a sembrarse las papayas, que crecieron inmediatamente. Pero como diría Borges, a veces el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones. Cuando Lleras regresó con su magnífico proyecto de la papaya ideal, ya Carulla pertenecía a otros dueños.

El último sueño vegetal de Lleras fue el desarrollo de una finca de hierbas aromáticas, que como tantos proyectos de la tierra olían muy bien, pero no eran un negocio necesariamente atractivo.

Rodrigo, quebrémonos

Después de treinta años de proyectos maravillosos que no encontraron espacio para crecer y desarrollarse, Mauricio Lleras decidió apartarse de la naturaleza y regresar a la capital. Entonces se encontró con Matamoros y fundó la librería Prólogo. Quizás no era el proyecto de su vida, pero dio sus frutos.

Sus palabras para entender lo que fue la experiencia de los libros se resumen en prudencia y creatividad. No piensa lo mismo que su amigo Santiago Figueroa, socio de la vieja librería Biblos (“no se puede vivir de una librería’’). Lo que sí hace falta es calma y paciencia. Prólogo es otra aventura de 115 mts2 de ideas, de sueños compartidos, de locura, de inteligencia, de cultura universal al servicio del lector. Llerás era su navegante oficial, el hombre que manejaba el flujo de caja, que lo hacía todo, que estaba al pie del cañón y resistía en los momentos más duros de recesión del mercado.

De la infancia guardaba una pequeña anécdota personal que sin duda marcó una línea en su vida. Su padre era finquero y vivían en Chía. Él soñaba con acompañarlo a hacer diligencias en Bogotá. Para Mauricio, las diligencias eran los carruajes del Oeste arrastrados por caballos, perseguidos por indios, con héroes que se jugaban la vida y a veces mordían el polvo. No podía haber mejor diversión que hacer diligencias.

Su padre aceptó llevarlo a Bogotá y viajaron juntos hasta el centro, en la calle 13, donde estaba el molino de KLM. Ya en la ciudad, su padre pensó que era mejor dejar a Mauricio en algún lugar, para salir de las ocupaciones más rápido. Y le pidió al dueño de la librería Buchholz, el señor Karl, que cuidara a Mauricio. Allí se entretuvo el niño leyendo Jason y los argonautas. Ese fue su primer contacto con el mundo de los libros, que lo marcaría con fuego y lo convertiría con el pasar de los años en un excelente lector.

El día que me acerqué a su librería para entrevistarlo, Lleras leía un libro único, tan particular, que podría decirse que era una novela para libreros: La mano de la buena fortuna, de Goran Petrovic. Como ha escrito Tryno Maldonado en Letras Libres, el autor serbio “sabe que en este mundo hay básicamente tres tipos de personas: las que saben leer, las que no saben leer y las que dicen no tener tiempo para leer. De estas categorías, es la tercera por la que Petrovic (y nosotros con él) siente, desde luego, más recelo’’. Lleras sin duda pertenecía a la primera estirpe. Si no, que les pregunten a las flores.

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