Ahora, para comer hay que leer
¿Qué tienen en común unos farfalle con salmón, un pueblo californiano llamado como uno de Toscana y un Kindle? Ingrid D. Rowland recoge el testigo dejado por un comentarista italiano para plantear la extraña transformación que la gourmetización de la sociedad occidental ha causado sobre la experiencia culinaria, que ha tomado el lugar reflexivo que

Para el columnista italiano Gia-como Papi, para encontrar la verdadera esencia de la sociedad hay que revisar la actual manera de comer. Todo empezó a finales de los años 80, cuando los farfalle con salmón en salsa de crema empezaron a aparecer en los menús italianos. “La cocina comenzó a ser una experiencia estética. Treinta años más tarde, al salmón lo ha reemplazado el atún (en tartar, abrasado, con jengibre), el risotto ha triunfado, la crema ha desaparecido y cada ingrediente llega acompañado misteriosamente de su propia geografía (…) treinta años más tarde es imposible comer y discutir a la vez sobre algún otro tema que no sea lo que nos estamos comiendo. Es imposible sentarse a la mesa sin analizar, con cada bocado, cada sabor y cada ingrediente (…) como si la experiencia fuera incomprensible e insípida si no estuviera acompañada de comentarios. Es el triunfo de la metacocina. El gusto ya no lleva placer por sí solo. Así como el arte contemporáneo sólo existe si alguien lo interpreta y comenta, la cocina sólo existe, en estos tiempos, en los comentarios de los consumidores”.
En opinión de Papi, las consecuencias de la metacocina son graves para la sociedad: “La comida ha reemplazado a la moda (…) la boca se ha convertido en nuestro órgano más importante. Es una transformación acorde con nuestra era, que parece preocuparse principalmente por canalizar su propia voracidad. La cocina es el arte de nuestros tiempos. Porque comer es la única experiencia sensorial, y por ende estética, que encuentra plena satisfacción en el consumo, en la destrucción de la obra de arte”.
Del otro lado del Atlántico las cosas no son diferentes. Los “nidos de lechuga crujiente” y el MiamiVice de los 80 siguieron el camino de los bares de helechos; fueron reemplazados por Iron Chef, Starbucks e IKEA, y estas expresiones de la aldea global a su vez dieron fruto a un cierto retorno a lo estrictamente local: Iron Chef America, Sex in the City y la apoteosis de Alice Waters. La metacocina también triunfó en provincia estadounidense: los ingredientes absurdos y las recetas exóticas sucumbieron, como en Italia, a una obsesión con los orígenes, bien lejos de las papas de Idaho y el maíz de Iowa de mi juventud. Por ejemplo, el restaurante Chez Panisse de Waters recientemente ofrecía un menú con la siguiente precisión: gnocchi de ricota de Bellwether Farms con espinacas y ortigas; codornices de Wolfe Ranch a la parrilla con salsa verjus, ragout de hongos salvajes y puré de chirivía.
El gusto ya no lleva placer por sí solo. Así como el arte contemporáneo sólo existe si alguien lo interpreta y comenta, la cocina sólo existe, en estos tiempos, en los comentarios de los consumidores
Igual que en Italia, la preocupación de Waters por la localización de los insumos aparece justo cuando la geografía está a punto de desaparecer del globo por completo, cuando el paisaje global amenaza con mutar hacia un inmenso y parejo centro comercial. Hace cuarenta años, Italia, California y China eran lugares profundamente diferentes el uno del otro, territorios inmensos sin desarrollar ni tocar, donde los pájaros y las mariposas flotaban en bandadas y los niños podían merodear por ahí, acercándose a los animales marinos, las flores salvajes y las libélulas. El agua del Pacífico no era babosa. El abulón se aferraba a los arrecifes en cantidades suficientes para comer. Los osos polares merodeaban sobre islas flotantes del Ártico como lo habían hecho durante miles de años.
Cuando mi familia llegó a Corona del Mar en California, a mediados de los 60, nadie imaginaba que se acabarían los osos polares o los mismos paisajes. La fantasía prevaleciente de esos años, en aquel lugar idílico, dependía tanto de Walt Disney como del Kon-Tiki de Thor Heyerdahl; los apartamentos y bares tenían nombres tales como Outrigger o Aloha Moku, y ninguna terraza estaba completa sin una serie de antorchas Tiki para brindarle a las fiestas nocturnas un aire de luau. Desde entonces, sin embargo, la imaginación colectiva ha convertido a Corona del Mar en una sucursal de la Toscana; el corte de carne que antes se conocía como T-Bone ahora se llama Angus Toscano, y puedo llegar a un lugar llamado Pienza en carro, a cinco minutos por la Autopista de la Costa del Pacífico, pero esta Pienza es considerablemente más reciente que la pequeña ciudad del siglo XV montada en un cerro glorioso a dos horas de Roma.
El cambio en las fantasías californianas del Pacífico Sur a los montes toscanos nos demuestra una vez más, si es que Italo Calvino y Borges no nos habían dado ya pruebas suficientes, que los lugares no son sólo asuntos geográficos. Hay lugares que existen en la mente y la imaginación tan vivamente como sobre la Tierra: Tlon, Uqbar y Orbis Tertius, los Jardines Colgantes de Babilonia, el Valhalla, hasta Hogwarts. Sión es tanto un sueño como una montaña cerca de Jerusalén. A veces un lugar existirá como lo vimos por primera vez en un libro y también, simultáneamente, como se ha desarrollado en nuestras cabezas o corazones: está Dante, y luego están los lugares de la Divina Comedia concebidos por Gustave Doré o Boticelli. En algunos casos son encantadores y los libros se vuelven un sitio en sí mismos. Cuando los estudiantes entran por primera vez en contacto con un manuscrito en pergamino, sus reacciones pueden ser sorprendentemente viscerales: los he visto abrazar estos libros antiguos, acariciar sus cubiertas viejas y golpeadas, amar instintivamente las manos que dejaron sus trazos y sus dibujos, y todas las manos que los tocaron en el pasado con el mismo amor. Machiavelli solía vestirse con sus mejores ropas cuando se sentaba a leer sus libros; su encuentro con los autores, muchos de los cuales eran antiguos griegos y romanos, era el más importante de su día.
¿Qué pensarían Machiavelli o Borges del hecho de que los libros, por lo menos en Estados Unidos, parecen estar siguiendo los pasos del paisaje, las mariposas y los osos polares? Más y más editores ya no promueven libros, sino reads, “lecturas”, y la brevedad misma de esa sílaba anglosajona habla de que una lectura es un acto de consumo tan voraz como el engullimiento metaculinario en el que se ha convertido la cena, en lo que para Giacomo Papi es una ordalía analítica. Una lectura, por supuesto, que puede consumarse en un Kindle, en una tableta o en una computadora, así como entre las páginas de un libro; tal vez ese es el punto que hay que subrayar sobre la venta de lecturas en vez de evocar la forma arcaica en la cual se han manifestado los textos. Pero, ¿cuál es el propósito de relegar a Borges o Calvino, Shakespeare o San Agustín a una “lectura”? ¿Qué pasó con la lectura como compromiso y no como encuentro fugaz? La verdad es que hay veces en que el alma se muere por la emoción rápida que da una novela de misterio, el tipo de libro de bolsillo que puedes dejar abierto boca abajo, como jamás dejarías un manuscrito del Vaticano.
Hay veces en que el alma se muere por la emoción rápida que da una novela de misterio, el tipo de libro de bolsillo que puedes dejar abierto boca abajo, como jamás dejarías un manuscrito del Vaticano
Sin embargo, no todos los autores escriben para proporcionarnos una “lectura”. Tucídides, para nombrar uno, llamó a su Historia una “posesión para todos los tiempos”. Esperaba de sus lectores la reflexión en vez del consumo, libros a ser rumiados en vez de engullidos de una sola vez. Un gran golfo parece extenderse entre un Buen Libro y goodreads.com, y debería haber tiempo para ambos, así como debe haberlo, de vez en cuando, para comer bien sin que haya que hacer una exégesis de la comida.
En un aspecto, al menos, los italianos aún viven en el Viejo Mundo. Una lettura italiana no es una read sino un verdadero leer, una palabra que aparte de su larga historia de uso litúrgico entre la Gente del Libro, sugiere una experiencia a través del tiempo, como su cuñada inglesa, la lecture. Una lettura es un banquete de slow food, un acto que aún retiene visos ceremoniales; de hecho, los italianos todavía se desean una buona lettura, una frase llena de sentido que toma tiempo decir y augura un tiempo empleado en una búsqueda gozosa, no arrebato de glotonería literaria.
La apropiación de un nuevo gusto
Ingrid D. Rowland vive en Roma y es profesora en la escuela de Arquitectura de la University of Notre Dame. Colaboradora habitual de The New York Review of Books, es autora de The Culture of the High Renaissance: Ancients and Moderns in Sixteenth-Century Rome y de The Scarith of Scornello: A Tale of Renaissance Forgery. Ha publicado una traducción de los Diez Libros de la Arquitectura de Viterbo. Su obra más reciente es una biografía de Giordano Bruno y la traducción de uno de sus Diálogos.
Para otras perspectivas de la gourmetización de la sociedad, el lector puede acudir a los libros de Alberto Soria (particularmente Los sabores del gusto, en Alfa), para una visión venezolana o latinoamericana, o al conocido testimonio de Bill Buford sobre su conversión en un fanático de la cocina italiana, Calor, publicado por Anagrama.