Ante la ley
Demasiadas certezas del presente otorgan actualidad a El proceso, de escritor checo Franz Kafka, y a su relación más que ambigua con el séptimo arte. La primera es que pone de relevancia una característica del autoritarismo que nos cerca a diario: ser detenidos sin saber de qué se nos acusa, ante quién compareceremos, ni quien…

Demasiadas certezas del presente otorgan actualidad a El proceso, de escritor checo Franz Kafka, y a su relación más que ambigua con el séptimo arte. La primera es que pone de relevancia una característica del autoritarismo que nos cerca a diario: ser detenidos sin saber de qué se nos acusa, ante quién compareceremos, ni quien integrará el Tribunal que dictará finalmente sentencia. No es poca cosa.
“Alguien tuvo que haber calumniado a Josef K., porque, sin que hubiera hecho nada malo, fue arrestado una mañana’’, son las frases iniciales de El proceso, las que abren el insólito planeta de un escritor atormentado que construyó una obra inmortal. Tanto que su apellido se ha convertido en un sinónimo de toda práctica absurda en donde los seres humanos se convierten en víctimas de una burocracia.
El proceso fue trasladado al cine en 1964, por Orson Welles, director que conoció en su propia carrera las vicisitudes kafkianas de los grandes estudios de Hollywood. Su primera película, Ciudadano Kane, considerada una de las grandes obras de arte del siglo XX, se salvó de milagro de ser destruida por el mismo estudio que la financió.
Anthony Perkins y Jeanne Moreau protagonizaron El proceso, junto a Welles. Toda una vuelta de tuerca de un Joseph K. atribulado por una justicia que no avanza hacia ninguna parte, pero que sabe identificar culpables.
Lo curioso de este libro es que el manuscrito original, redactado por Franz Kafka antes de 1924, se encuentra en este momento en litigio. Fue vendido por dos millones de dólares al Archivo de Literatura Alemana de Marbach, en una transacción transparente. El director de la Biblioteca Nacional de Israel, Schmuel Har Nov, levantó la voz para solicitar que el original sea devuelto a Israel y se corrija una injusticia histórica.
El manuscrito fue vendido por Esther Hoffe, secretaria privada y amante de Max Brod, el dramaturgo que salvó el legado de Kafka. Poeta e intelectual, se exilió en Israel ante el avance de los nazis. Antes de morir, en 1968, dejó instrucciones precisas a la señora Hoffe para que organizara los papeles de Kafka y los entregara a la Biblioteca Nacional de Israel.
Hoffe no hizo caso. Y vendió El proceso para salvarse de los problemas económicos. El resto del legado se lo cedió a sus hijas, Ruth y Hava, quienes –según acusaciones de funcionarios de la Biblioteca Nacional de Israel– desmembraron el patrimonio para venderlo como en botica.
Kafka amaba y odiaba el cine. Se distrajo en salas de Milán, Munich, París, Berlín y Praga. Allí descubrió los inicios de la cinematografía y se sabe que amaba a Charles Chaplin, quizás porque hacía reír a gente triste como él. Lo que no sabía el autor de La metamorfosis es que en el futuro el cine invocaría su estilo personal.
Alfred Hitchcock dijo alguna vez que “toda película es en el fondo la historia de un hombre inocente acusado por error’’. Y Hitchcock transitó el absurdo, como también Welles, Antonioni, Godard, Bresson, Scorsese, Gilliam, Soderbergh, etcétera. Todos kafkianos en algún momento de su obra.
Kafka vio en el cine una anticipación del futuro que lo angustiaba. Y el séptimo arte encontró en su obra infinitos recursos para volver a los mitos fundacionales de los seres humanos y sus angustias más feroces. El que dude, que revise El proceso, en versión escrita y cinematográfica. Obras cumbres de la literatura y la imagen en movimiento.
Lo curioso es que la última palabra sobre el legado de Kafka no se encuentra en los textos, ni en las traducciones cinematográficas, sino en las peripecias oscuras de dos viejas damas indignas que residen en Israel y negocian con las cartas de amor de un hombre que no se atrevió a publicar ni un texto en vida por miedo a hacer el ridículo. Cosa rara.