Caerse del caballo antes de una batalla
El conde Philippe-Paul de Ségur (1780/1873), quien formó parte del Estado Mayor de Napoleón, participó en batallas y acompañó al Emperador hasta su final más triste en Waterloo. Escribió el testimonio de la arrogancia militar

Por Sergio Dahbar
Hay que imaginar lo que significó en el verano de 1812 la llegada de Napoleón a las orillas del río Niemen, uno de los grandes afluentes de Europa, ubicado en esa época entre Bielorrusia y Lituania, que desembocaba en el Mar Báltico. Era uno de los hombres más poderosos del planeta y asomaba su nariz con la intención de arrasar Rusia. Quería demostrar lo fuerte que era, para después invadir Gran Bretaña y pisotear el orgullo inglés. ¿Podía avizorar el fracaso? ¿Alguien puede?
Como Alejandro Magno, o quizás Julio César, una imponente leyenda lo precedía. En quince años había pasado de ser un desconocido general de brigada a Emperador de Francia. Las victorias militares se sumaban en su foja de servicio con un brillo insuperable. Italia, Francia, Egipto presenciaron hazañas inesperadas. A sus espaldas exhibía la derrota de los austriacos en Austerlitz (1805), los prusianos en Jena (1806) y los rusos en Friedland (1807). Su dominio de Europa era real y se podía palpar desde el océano Atlántico hasta las orillas serenas del Niemen.
Napoleón encarnaba ideales y aspiraciones de la Revolución Francesa. Conquistaba, administraba y legislaba. Se detenía entre las tropas para saber qué necesitaban, y discutía las acciones más avanzadas con sus estrategas. Era temido por sus ambiciones y porque sus deseos casi siempre se cumplían.
Tres años después, en 1815, todo su poderío se vino abajo. Pocos ejércitos en la humanidad decidieron ir a la muerte como el de Napoleón en Rusia. Y el hombre que mil días antes se encontraba frente a las aguas del Niemen, se convirtió en un preso denostado en una húmeda isla del Atlántico Sur. La pregunta que cualquiera podría hacerse hoy es ¿cómo sucedió semejante revés? ¿Qué lecciones se desprenden de ese equívoco?
La soberbia política es una enfermedad incurable. Napoleón emprendió su campaña contra Rusia, en 1812, con seiscientos mil hombres, ciento cincuenta mil caballos y más de un millar de cañones. Creía que lo esperaba la gloria. No dudaba. Lo trágico es no haber advertido que llevaba a medio millón de personas a la muerte. La Gran Armada era una ciudad que se movía lentamente: consumía recursos imposibles. Era una operación insostenible, una máquina de muerte que sólo servía para una guerra puntual y rápida. No soportaron el frío del invierno ruso y menos la terca decisión del zar de no rendirse. El tiempo y la naturaleza fueron letales.
Mark Danner, autor de la introducción de La derrota de Napoléon en Rusia (Duomo, 2010), ha cubierto guerras en Centroamérica, Balcanes e Irak, y hace preguntas esenciales. “Ningún ejército, no importa cuán grande sea, puede vencer el odio’’. “¿Cómo crear a partir de la destrucción un orden duradero? ¿Cómo vencer a un enemigo que se niega a reconocer la derrota?”. Napoleón es un caso de estudio desde entonces: “el poder depende no de las armas de la guerra o de los hombres que las empuñan, sino de la constelación política necesaria para su despliegue’’.
Fue su edecán, el conde Philippe-Paul de Ségur (1780/1873), el hombre de confianza que se encargaba de que todo estuviera en orden en su aposento, quien tuvo la responsabilidad y la visión de escribir el testimonio más notable de este fracaso monumental de la Gran Armada de Napoleón en 1812. Ya lejos de su origen, a casi dos siglos de su primera edición, este libro es un tratado sobre la “caída del héroe, la precariedad de la gloria y su inevitable tendencia al exceso’’ (Danner).
¿Pero quién era Ségur, ese edecán llamado a contar la historia más oscura del héroe que se derrumba en el esplendor de su vida? Sobrino de Luis XVI e hijo de un cortesano que había sido embajador en la corte de Catalina la Grande, Philippe-Paul de Ségur observó a Napoleón por primera vez cuando tenía 20 años, el 18 brumario, en el instante en que Bonaparte arengaba a la guarnición de París. Fue determinante esa escena, selló su relación con un ideal absoluto.
Su padre, Luis Felipe de Segur, ministro del Rey francés Luis XVI, visitó Venezuela en 1783, cuando Philippe-Paul apenas gateaba. Entró al país por Puerto Cabello, con la flota norteamericana-francesa. La historiadora Inés Quintero, en su libro No es cuento, es historia (Editorial Dahbar, 2017) cuenta que Luis Felipe Segur subió a Caracas con otros oficiales y fue invitado a una fiesta de carnaval. De esa manera asistió a una curiosa costumbre local: en la sobremesa todos comenzaron a lanzarse confites y frutas. Hubo españoles que se levantaron disgustados y mujeres que se persignaron. Faltó poco para que se produjera un incidente internacional.
Aunque ricos de cuna, los Segur se empobrecieron con la llegada de la Revolución. Tuvieron que huir, esconderse y advertir el pánico ante la posibilidad de ser encarcelados. El conde se sentía pobre, estaba desempleado y la incertidumbre lo deprimía. Entonces se alistó como soldado y sirvió durante doce años como soldado y diplomático. Cuando se acercaba la gesta hacia Rusia, fue ascendido a general y comenzó a trabajar como responsable de requisar las habitaciones del Emperador.
Ségur traza una obra literaria sin precedentes. Una operación que integra los hechos como él los vio con el asombroso análisis de la leyenda. Esta obra fue publicada en 1824, cuando ya Napoleón llevaba cuatro años muerto. Y León Tolstoi bebió de este testimonio para configurar Guerra y Paz. Como bien anota Danner, el escritor ruso no tomó prestado los datos de la historia, sino de la compleja elaboración que había realizado este colaborador.
Hay premoniciones que anuncian la oscuridad: la inesperada caída de Napoleón del caballo; la entrada a galope del Emperador en un bosque como si quisiera desafiar él solo al destino; una tormenta que de momento se presiente como señal de la cólera Divina… Pero ahí no acaban los hallazgos de Ségur. El infierno retratado resulta aterrador. La descomposición de un ejército de seiscientos mil hombres que anhela quedarse dormido para morir en paz; o comer caballos o restos humanos para sobrevivir. Aparecen carretas con miembros amputados. O describe el terror de quienes caen en el agua helada.
Ségur no escatima detalles. Reconoce que muchos soldados no eran franceses, sino gente que había sido derrotada en otras batallas y fueron convertidos en aliados a juro. No tenían el entusiasmo necesario ni estaban en condiciones de batirse con una misión. Otros eran jóvenes, ya que los veteranos se encontraban en otros frentes: Inglaterra y España.
A su hallazgo como testigo de excepción, se suma su talento narrativo. He aquí unas líneas de Ségur: “El continente marcial del rey de Nápoles, lo llamativo de su indumentaria, su reputación, e incluso lo inverosímil del gesto, hicieron que todos considerasen cierto aquel alarde de valor. Murat era realmente así: un rey teatral por su vestimenta, y un soberano auténtico por su valor y su actividad incansable, siempre intrépido, rodeado por un hálito de superioridad, de arrojo temerario y sin límites, que es el arma ofensiva más peligrosa en un hombre de guerra’’ (p. 74). En el libro sobresale el contrapunto entre los dos caracteres disímiles, Murat y Davout. Dueño de una serenidad y una prudencia metódica, el mariscal Davout es la otra cara de Murat (“no podía oler la pólvora sin estarse quieto”), su altanero rival.
Ya Carlos XII de Suecia había sufrido una derrota frente a Pedro El Grande un siglo antes. Y Hitler no podía dormir cuando pensaba en el destino de Bonaparte en tierras rusas. El desatino de Napoleón no hace más que señalar antes y después una tendencia a desconocer los límites que imponía ese territorio a la voracidad humana.
Todo libro engendra una mitología propia. Philippe-Paul de Ségur tuvo que batirse en duelo para defender la veracidad de lo que había escrito en La derrota de Napoleón en Rusia. Tenía noción de su honestidad y se encontraba en capacidad de defenderla con su vida. Sobrevivió 93 años, orgulloso de lo que había alcanzado. Y tenía razón.