El desierto de Paul Bowles
Fue un escritor para escritores, una suerte de “santón literario” como lo llamaban algunos, que había renunciado a una vida cómodo en América del Norte para encandilarse con la resolana de Mediterráneo y atravesarse la piel con la arena que le lanzaba el viento. Paul Bowles (Nueva York, 1910-Tánger, 1999) había llegado a Marruecos para…

Fue un escritor para escritores, una suerte de “santón literario” como lo llamaban algunos, que había renunciado a una vida cómodo en América del Norte para encandilarse con la resolana de Mediterráneo y atravesarse la piel con la arena que le lanzaba el viento. Paul Bowles (Nueva York, 1910-Tánger, 1999) había llegado a Marruecos para quedarse, aunque de cuando en cuando viajara a Estados Unidos para ver morir a su esposa o para algunas pocas cosas más. No era exactamente un ermitaño de esos que ha habido y hay en la élite literaria de la lengua inglesa, como J.D Salinger, B. Traven o Thomas Pynchon, sino un hombre que, simplemente, prefería vivir ahí, entre el Sahara y el mar, entre el canto del muecín y el aroma del jengibre, rodeado de gente ferozmente religiosa que sabía cómo hornear el pan y cómo rebanar un cuello humano. Estaba anclado en ese puesto de frontera de Occidente y nos contaba que estaba pasando por allá, sin nostalgia por el mundo que había dejado atrás pero tampoco con ingenuidad sobre el que había elegido.
Leer a Bowles- releerlo, recordarlo, que parece haber sido olvidado- hace pensar en Joseph Conrad con todos esos blancos orgullosos pero atormentados que se adentran en el monte en busca de lo que no han perdido, y en Robert Louis Stevenson, por su propia decisión de abandonar la metrópoli occidental para alojarse en una periferia. Pero, a diferencia del escocés tuberculoso que pasaría sus últimos años complacido entre los relativamente pacíficos caníbales del Pacífico, Bowles no se engaña ante la gente del desierto: jamás oculta la violencia y la crueldad que conviven, en esas caravanas sobre las dunas y en esas ciudades laberínticas, con la belleza, la propensión al absoluto, la música. Bowles pertenece a una estirpe de grandes autores que escogieron ser periféricos, geográficos y estilísticamente, en la que podemos también incluir a Jack London, a Romain Gary, a Malcolm Lowry, a J.M.G Le Clézio o a J.M Coetzee.
Como pasa con varios otros autores- García Márquez es el ejemplo más inmediato- cuando uno lee los cuentos de Bowles se encuentra con que muchos de ellos son scherzos para sus grandes novelas, como la magnífica El cielo protector, de la que Bernardo Bertolucci hizo una versión fílmica respetuosa, bien pensada. Pero naturalmente que son mucho más que eso. Una recopilación de ellos, con prólogo de J.J Armas Marcelo, que hizo Alfaguara (Cuentos escogidos, se titula) muestra no solo a un autor digno de veneración de quienes lo visitaban en Tánger como a un oráculo, sino a un cuentista brillante, de pleno dominio de sus historias, un perfecto representante de lo que tantos autores de Estados Unidos han podido hacer con el relato corto.
Son de esas historias de puntuación serena, párrafos de claridad absoluta y escenas inquebrantables que uno puede encontrar en Hemingway o en Carver, pero que ocurren generalmente fuera de la ciudad norteamericana: o en el campo helado del interior de Estados Unidos, o en una isla del Caribe o, predominantemente en el caso de Bowles, en las ciudades amarillas y blancas o los páramos ardientes de Africa del Norte. El rango de sus historias cubre precisamente las décadas en que empezaron las guerras de independencia, así que sirven para asomarse a la violenta transición del orden colonial al post-colonial, luego de la Segunda Guerra Mundial. En “El tiempo de la amistad”, una profesora suiza que pasa cada año sus vacaciones en Marruecos debe abandonar esa costumbre cuando comienza la guerra contra los franceses y se da cuenta de que su presencia allá ya no era bienvenida.
Otros de los mejores cuentos de ese volumen son exploraciones en torno a la fugacidad de la existencia y el poder de la crueldad, con un ambiente que podría interesar muchos a Bret Easton Ellis o a Fernando Vallejo. En “Un episodio distante” un geógrafo es secuestrado por una tribu nómada y convertido en un protohumano sin lengua y cubierto de anillos de metal que baila para los demás. En “Páginas de Cold Point” un estadounidense se va a vivir con su hijo adolescente en una mansión caribeña y se encuentra con que su muchacho espanta a los nativos con sus incursiones sexuales. Y en el extraordinario “Delicada presa”, los militares franceses dejan en manos de los comerciantes nativos el castigo a un hombre que ha matado en el desierto a tres de ellos. La imagen con que cierra esa narración de la que uno no puede apartar los ojos- la cabeza de un hombre enterrado vivo, que sobresale sobre la arena, que espera una muerte lenta y terrible- podría ser una caricatura del destino de Bowles: atrapado por el desierto, mirándolo a ras de del horizonte, insolado por su luz cegadora, tragándose su arena a medida que abría la boca para hablar sobre él.