El lado oscuro de la “seguridad democrática”

Una investigación dirigida por la periodista colombiana Claudia López Hernández inició el desmontaje de la alianza entre paramilitares y políticos que ensombreció el legado del gobierno de Álvaro Uribe. Aquí, un directivo de Human Rights Watch comenta el libro que reúne los muchos, terribles hallazgos

El lado oscuro de la seguridad democratica

En febrero de 2003, el alcalde de una pequeña aldea de la costa Caribe de Colombia se levantó durante una reunión con el entonces presidente Álvaro Uribe y anunció, en transmisión televisada a nivel nacional, su propio asesinato. “Señor Presidente, soy el alcalde de El Roble”, dijo Tito Díaz mientras caminaba hacia el escenario donde Uribe se encontraba sentado con varios ministros del gabinete y otros oficiales del departamento de Sucre, localidad donde se llevaba a cabo esta reunión. Caminando de un lado a otro delante del presidente, Díaz ofreció lo que probablemente fuera la primera denuncia pública de la red de violencia y corrupción que involucraba políticos y grupos paramilitares  –en lo que llamó “la alianza macabra”– y que eventualmente se convertiría en un explosivo escándalo nacional.

Señalando a varios oficiales locales, incluyendo al gobernador Salvador Arana, quien ocupaba un lugar al lado del presidente, Díaz declaró: “Y ahora me van a matar”. Uribe escuchó imperturbable durante varios minutos, luego detuvo al alcalde a mitad de frase: “Sr. Alcalde, hemos permitido este desorden debido a la gravedad del asunto, pero le pedimos que sea considerado con nuestro tiempo”.

Uribe es un hombre pequeño y ordenado, de cara insulsa, juvenil y severa a la vez. Cuando se dirige al público es con el tono imponente del ganadero rico y la intensidad de un hombre con una misión. “Con el mayor placer”, Uribe prosiguió a asegurarle a Díaz que habría una investigación, “ya que la transparencia no puede tener excepciones, y la seguridad es para todos los colombianos”.

A los pocos días la policía nacional privó a Díaz de sus guardaespaldas. El 5 de abril de 2003, desapareció. El 10 de abril su cadáver apareció a la orilla de la autopista principal de Sucre. Lo habían torturado, le habían disparado, y luego lo dejaron en posición de crucificado –los pies cruzados, brazos extendidos, palmas hacia arriba– con su certificación de alcalde pegada a la frente. En su casa encontraron luego una nota donde le decía a su familia que iba a una “reunión peligrosa” con Arana. “Si algo me pasa”, decía, debían huir.

El hijo del alcalde, que para ese momento tenía 23 años, se fue de Sucre. Pero no abandonó el caso de su padre. En cambio, se unió a un pequeño grupo dispar de colombianos –mayormente periodistas, oficiales de la justicia y familiares de otras víctimas– que buscaban justicia para los crímenes paramilitares. Hasta ese momento, intentos por investigar casos como éste rara vez daban resultado, solo la muerte de aquellos que la investigaban. Sorprendentemente, en los años siguientes, sus esfuerzos lograrían lo que pocos habrían podido imaginar posible en 2003: investigaciones –como las que prometió Uribe a Tito Díaz– que descubrirían una “alianza macabra” mucho más extensa y siniestra de lo que había denunciado en la televisión el alcalde asesinado.

Uribe, quien dejara la presidencia en manos de su antiguo ministro de la defensa, Juan Manuel Santos, puede haber sido el presidente más popular que Colombia haya tenido. Llegó a la presidencia en 2002 con una aprobación del 69 por ciento; cuando salió en agosto pasado estaba en 75 por ciento. También era el favorito de George W. Bush –quien le dio la Medalla Presidencial de la Libertad– y recibió grandes loas de Barack Obama y Hillary Clinton. Oficiales de la Casa Blanca han sugerido que su modelo debiera emularse en Afganistán y México, países ambos que luchan con una confluencia parecida de tráfico de drogas, corrupción y terror. La presidencia de Uribe le dio a Washington lo que necesitaba para contrarrestar el pesimismo que inspiran esas otras situaciones: una historia de éxito.

La historia es así: cuando Uribe llegó a la presidencia, Colombia estaba a punto de convertirse en un Estado fallido. Dos grupos ilegales armados, financiados por el tráfico de drogas –las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC)– aterrorizaban a los civiles. Las FARC, el ejército guerrillero de izquierda fundado en los 60, era más numeroso y para finales de los 90 había crecido hasta llegar a tener 20.000 efectivos; para el 2002 estaba acercándose a la capital, Bogotá. Dominaba vastas regiones del campo. Las AUC eran una red de grupos paramilitares de derecha que la habían quitado el control de grandes extensiones de terreno a las guerrillas usando una estrategia simple pero efectiva: haciendo que las comunidades les temieran más a ellos que a las FARC. Masacraban civiles por docenas en las plazas de los pueblos. Descuartizaban personas con motosierras, cortaban lenguas y testículos. Frecuentemente hacían de la matanza un deporte, como cuando jugaron fútbol con las cabezas decapitadas de sus víctimas.

La campaña presidencial de Uribe se basó en la promesa de darle “seguridad a todos los colombianos”. Al llegar al gobierno impuso el “impuesto por seguridad” a los ricos y usó esos ingresos –junto con millardos de dólares de ayuda de Estados Unidos– para expandir operaciones de contrainsurgencia, sacando a las guerrillas de las ciudades, autopistas y pueblos. Esta campaña gradualmente minó la iniciativa estratégica de las FARC y logró que perdieran la mitad de sus combatientes, mayormente por deserción. De acuerdo a la historia de éxito, los logros de Uribe para lidiar con los paramilitares fueron aún más dramáticos: conversaciones de paz con los comandantes de las AUC llevaron al desmantelamiento de su organización, la desmovilización voluntaria de más de 30.000 combatientes y el fin de toda actividad paramilitar en Colombia.

Hay más. Los comandantes de las AUC acordaron cumplir condenas por sus crímenes a cambio de sentencias reducidas en prisión. El acuerdo no tenía precedentes en América Latina, cuyos gobiernos tienen una larga historia de otorgar amnistías completas para terminar con los conflictos armados. En vez de sacrificar justicia por paz, Uribe encontró la manera de tener ambas: el programa se llamaba “Justicia y Paz”.

Detrás de los aplausos

La historia es impresionante. Pero en su mayoría incierta. El éxito de Uribe en disminuir el poder de las FARC fue real, si bien marcado por violaciones atroces a los derechos humanos, y contribuyó a una caída dramática en la tasa nacional de homicidios. Pero el recuento de su convenio con las AUC era fundamentalmente falso, especialmente la idea de que era una versión nueva y mejorada de los convenios que otros gobiernos habían hecho con grupos políticos armados. De hecho, se parecía más al que Colombia había hecho una década anterior con el hombre que para entonces era el capo más temido y poderoso: Pablo Escobar.

A mediados de los 80 Escobar negoció con las autoridades colombianas para protegerse a sí mismo y a otros traficantes de su extradición a Estados Unidos. Cuando las negociaciones fallaron, Escobar se embarcó en una campaña de asesinato en masa que eventualmente le ganó la prohibición constitucional de extradición y un permiso especial para servir la condena en una lujosa “prisión” construida por él mismo en una colina con vista sobre Medellín. Pero cuando la presión subió, tanto en Washington como en Bogotá, para que se acabara con este acuerdo, abandonó la casa y se dio a la fuga, no solo perseguido por la policía colombiana, sino también por la DEA, la CIA y los comandos de la Delta Force. La cacería culminó en diciembre de 1993, cuando Escobar fue abatido a tiros en un tejado de Medellín.

Los jefes paramilitares que fundaron las AUC, a escasos tres años de esto, eran principalmente antiguos socios de Escobar. Habían comenzado como líderes de grupos de patrullas ciudadanas o escuadrones, establecidos en los 80 para disuadir a las guerrillas del secuestro de los traficantes de droga. Estos grupos habían unido fuerzas con grandes terratenientes y, con el apoyo militar, expandido sus operaciones, cambiando las retaliaciones dirigidas por una violencia más amplia contra cualquier sospechoso de ser aliado de la guerrilla, incluyendo a políticos de izquierda y sindicalistas. Estas fuerzas paramilitares se unieron para formar las AUC en 1997, en parte para coordinar sus actividades militares, y en parte porque el Congreso colombiano estaba a punto de levantar el veto a las extradiciones.

Los comandantes aparentemente se dieron cuenta de que para evitar ser enjuiciados en Estados Unidos necesitarían hacer un trato con el gobierno que fuera más duradero que el de Escobar. Anunciaron que su nueva organización no incurriría en el tráfico de drogas y solo buscaría metas exclusivamente “anti subversivas”. Y durante los siguientes cinco años emprendieron una campaña de relaciones públicas –con entrevistas en horario estelar en las televisoras y best sellers biográficos de los altos comandantes– primordialmente para rebautizar a los paramilitares como grupo político.

Sin embargo, no abandonaron el tráfico de drogas. De hecho, para el momento de la elección de Uribe en 2002, las AUC se habían convertido en la red de traficantes más poderosa en la historia del país. Varias semanas después de su toma de posesión, llegó la primera petición de extradición para dos de los altos jefes, con cargos de tráfico de drogas.

Uribe pudo haber usado la amenaza de extradición para presionar a los jefes. En cambio, estableció el programa de Justicia y Paz, donde el componente “justicia” era, en gran parte, una farsa. Los comandantes de las AUC serían “encarcelados” por tres años, en granjas en vez de prisiones, sin entregar todas sus riquezas ilícitas ni nombrar a sus cómplices. Emergerían con sus redes criminales intactas, inmunes a las persecuciones posteriores –y a la extradición– por los crímenes “confesados”. Era esencialmente el mismo premio que Escobar había buscado. Pero el producto de este acuerdo de “paz” tenía el barniz de legitimidad que podía hacerlo durar.

En julio de 2004 el gobierno de Uribe se organizó para que los comandantes de las AUC presentaran su caso de “paz” ante el Congreso de Colombia. Salvatore Mancuso, uno de los comandantes nombrados en la petición de extradición del 2002, dirigió la delegación. Mancuso había ayudado a planificar muchas de las masacres más espantosas de las AUC, y se había convertido en uno de los capos más poderosos de la droga, un nuevo Escobar. Mancuso llegó vestido con un traje de Valentino, con un gran despliegue de seguridad suplido por el gobierno, y dio un discurso de 45 minutos, transmitido por televisión nacional, en el que alabó los logros de las AUC contra las FARC y declaró triunfal: “¡El juicio de la historia reconocerá la bondad y la grandeza de nuestra causa!” Recibió aplausos animados. Varios meses más tarde, Uribe suspendió su orden de extradición.

En su casa de Bogotá, la periodista Claudia López observaba el discurso de Mancuso horrorizada. ¿Cómo era posible que los miembros del Congreso aplaudieran públicamente a un traficante de drogas y asesino en masa? La pregunta la atormentaría durante los meses siguientes, cuando comenzó a viajar por el país y encontró, en muchos lugares, que la gente se asustaba cuando se les preguntaba sobre los políticos locales. Recibió la respuesta que temía el siguiente mes de mayo, en otra transmisión televisada desde el Congreso. El orador era Gustavo Petro, un congresista de un partido de centro izquierda, y su tema era Sucre. Petro había comenzado a investigar la región tras una visita de Juan David Díaz, quien había ido a Bogotá buscando ayuda para llevar a los asesinos de su padre a la justicia.

Petro comenzó su presentación televisada con la grabación de Tito Díaz denunciando la “alianza macabra” ante Uribe dos años atrás. Luego mostró evidencias que respaldaban los alegatos del alcalde asesinado. Mientras advertía que la colusión entre políticos y paramilitares –que luego denominaría “parapolítica”– no se limitaba a Sucre, sino que era la amenaza principal al sistema judicial de todo el país. López, una mujer de apenas 35 años, se sintió movida por el discurso de Petro, y se pasó meses buscando data del gobierno que pudieran corroborar sus advertencias. Comparando los resultados electorales con las estadísticas de la violencia paramilitar, descubrió que varios miembros del Congreso que había visto aplaudiendo a Mancuso habían sido elegidos con mayorías atípicamente altas en distritos controlados por las AUC.

Los paramilitares, parecía, habían arreglado las elecciones. Los hallazgos de López, publicados en línea en septiembre de 2005, inicialmente no fueron tomados en cuenta. Pero cuando el país se disponía a ir a las elecciones para el Congreso el siguiente mes de marzo, los medios se fijaron en su estudio. Para el día de las elecciones, “parapolítica” se había convertido en una palabra de uso cotidiano. Al llegar el verano, varios jueces de la Corte Suprema sintieron que debían mirar más de cerca esos alegatos. En septiembre abrieron una investigación formal, siguiendo los datos entregados por Petro y López.

Espiando y amenazando

La investigación probablemente no hubiese llegado a nada de no haber sido por la otra corte importante del país, la Constitucional, que emitió un fallo para revisar el programa de Justicia y Paz de Uribe. Se les exigía a los paramilitares entregar confesiones “plenas” y “veraces” y cumplir sus sentencias en prisiones de verdad. Estos cambios pusieron nerviosos a los comandantes paramilitares, quienes empezaron a entregar retazos de información sobre sus tratos con los aliados políticos de Uribe. La meta, parecía, era alertar a los políticos: si nosotros caemos, ustedes caerán con nosotros.

La revelación más dramática estaba en un documento publicado en la prensa el siguiente mes de noviembre, el Pacto de Ralito de 2001, en el cual los políticos (incluyendo a Arana, el gobernador de Sucre) y los paramilitares anunciaban que trabajarían juntos para “refundar la nación”.

¿Cómo era posible que los miembros del Congreso aplaudieran públicamente a un traficante de drogas y asesino en masa?

Fue la primera prueba incontrovertible de la colusión denunciada por Díaz, Petro y López. Mientras que la Corte Suprema expandía su investigación, empezaron a amontonarse las evidencias de la extensión y profundidad de los lazos entre los paramilitares y miembros de la coalición de Uribe.

En ese momento, se desató una batalla política en Washington sobre el Tratado de Libre Comercio, TLC, que iban a celebrar Colombia y Estados Unidos. Los demócratas del Congreso estadounidense no querían ratificar el tratado hasta que Colombia mejorara su récord de derechos humanos, entre otras cosas, reduciendo la violencia contra los sindicalistas, que eran asesinados en el país andino en números superiores a cualquier otra parte del mundo. Los legisladores y expertos republicanos (y algunos demócratas) criticaron ferozmente al liderazgo demócrata. Su amargura reflejaba preocupación ante la geopolítica más que ante el comercio. Uribe había sido el aliado más fiel de Bush en Latinoamérica, respaldando abiertamente la “guerra contra el terror”, mientras que su vecino venezolano, Hugo Chávez, promocionaba sentimientos antiamericanos en la región. Es más, sostenían, a diferencia del autoritario Chávez, Uribe era un defensor inequívoco de la democracia. Hasta tomaron las revelaciones de la parapolítica como evidencia de sus credenciales: en la Colombia de Uribe, sostenían, nadie estaba por encima de la ley.

Dentro de Colombia, sin embargo, Uribe repartía un mensaje muy diferente. Denunció las investigaciones de la Corte Suprema, asemejándolas a un secuestro de las FARC, y acusó a los jueces de promover el terrorismo. En Colombia, acusaciones tan incendiarias como esta pueden amenazar tu vida. Varios jueces recibieron amenazas de muerte. Eran insultados por extraños en la calle y evitados por sus amigos. Algunos dejaron de salir en público. Pero la corte no dejó de investigar la parapolítica. Más bien, los ataques de Uribe fortalecieron su decisión. Para abril de 2008 las investigaciones de la corte habían encarcelado a docenas de oficiales, incluyendo al senador Mario Uribe, primo segundo del presidente y uno de sus aliados políticos más cercanos.

A pocas semanas del arresto de este familiar suyo, Uribe sorprendió a la corte reuniendo a 14 líderes paramilitares importantes (incluyendo a Mancuso) y volando con ellos en avión a Estados Unidos para enfrentar las acusaciones. Para los partidarios de Uribe en Washington, la extradición en masa era prueba contundente de su compromiso de llevar a los paramilitares a la justicia. Para aquellos que habían estado luchando contra los paramilitares en Colombia, mostraba justo lo opuesto. Tras años de proteger a los comandantes de las AUC de la extradición, Uribe los envió a Estados Unidos solo después de que habían comenzado a colaborar con las investigaciones locales. Esta sospecha se reforzó en 2009, cuando la revista Semana revelaba que la agencia de inteligencia nacional de Colombia (el DAS), que responde directamente al presidente, había incurrido extensamente en el espionaje de los jueces de la Corte Suprema. Incluso se dijo que plantaron micrófonos en sus oficinas y robaron archivos de los casos, así como de otras figuras públicas que habían cuestionado las políticas de Uribe.

Los archivos filtrados del DAS luego revelaron que la agencia había querido empañar a los críticos de Uribe generando sospechas de lazos con la guerrilla, de corrupción o de adulterio. Los archivos también mostraban que el DAS había estado haciendo las amenazas de muerte. Sus instrucciones para lidiar con la periodista Claudia Julieta Duque, por ejemplo, incluían esto: “Hagan la llamada cerca de las instalaciones de inteligencia de la policía. No tartamudee ni tome más de 49 segundos… Saludo: Buenos días (tardes)… señora, usted es la madre de María Alejandra (esperar la respuesta). Bueno, tengo que decirle que no nos han dejado otra opción. Ahora tenemos que ir tras lo que usted más quiere, por ser una perra y por meter sus narices donde no le incumbe… ”

Duque, quien se fue del país después de recibir esta amenaza, dijo que la persona que llamó siguió el guión perfectamente, pero fue más allá, añadiendo que su hija de diez años sería violada y quemada viva y los dedos de la niña se esparcirían alrededor de la casa.

¿Por qué Uribe habría de querer sabotear las investigaciones de la parapolítica? Los comandantes paramilitares habían comenzado a confesar maneras cada vez más siniestras de colusión con sus subordinados. Algunas fechas van tan atrás que llegan a mediados de los 90, cuando Uribe era el gobernador de Antioquia, estado del noroeste central, en el momento de expansión paramilitar en la zona. De acuerdo a las confesiones de los paramilitares, el secretario de Estado de Uribe se reunió con ellos repetidas veces para coordinar la creación de milicias civiles, que sirvieron de frentes paramilitares y cometieron atrocidades. Según Mancuso, los comandantes hasta habían informado al secretario de Estado de antemano sobre una de las masacres. Los paramilitares también le confesaron a los investigadores judiciales que habían colaborado extensamente con oficiales militares, tanto antes como durante la presidencia de Uribe, y esto incluía a dos generales escogidos por Uribe para dirigir ramas de las fuerzas armadas.

Tal vez lo más condenatorio era la evidencia de colaboración con altos oficiales del DAS, incluyendo al jefe de inteligencia del presidente, quien supuestamente suplía a las AUC de nombres de sindicalistas que debían ser asesinados. Otros alegatos preocupantes se referían al hermano menor de Uribe –quien ha sido acusado de manejar un grupo paramilitar en Antioquia– y el uso de su propia hacienda ganadera como centro de encuentro paramilitar.

Hasta la fecha solo un antiguo paramilitar implicó directamente a Uribe en actividades paramilitares, pero su testimonio estaba lleno de inconsistencias. Además, fue asesinado en 2009. Uribe y sus altos oficiales han negado todas esas acusaciones. Los únicos que pueden saber el alcance de la colaboración que ocurrió durante su gobierno son los que Uribe extraditó a Estados Unidos. Sin embargo, desde la extradición, esencialmente dejaron de colaborar con los investigadores colombianos. Varios –incluyendo a Mancuso– han explicado que si revelan todo lo que saben no podrían seguir protegiendo a sus familias en Colombia.

Con todo y eso, las investigaciones judiciales en Colombia ya han revelado bastante información valiosa y preocupante. Y refundaron la Patria… la colección de ensayos de Claudia López y su equipo de investigadores colombianos, es el primer esfuerzo por darle forma a todo esto. La conclusión más básica del libro es que el problema paramilitar colombiano era mucho peor de lo que hubieran podido imaginar. Tan recientemente como en 2007, los analistas estimaban que los paramilitares habían asesinado a 50.000 personas. La oficina del fiscal general de Colombia ahora estima que el número es más bien 140.000.

Luego está el alcance de la colusión. Un tercio del Congreso de 2002 –y la mitad de la coalición de Uribe en el Senado– ha sido sometido a una investigación criminal por supuestos lazos paramilitares. Más de dos docenas de legisladores han sido condenados. Cientos de oficiales locales –incluyendo gobernadores y alcaldes– también fueron implicados. Finalmente, está el alcance de las ambiciones de los paramilitares. El libro de López muestra que la referencia al Pacto de Ralito sobre “refundar la nación” –de donde saca el título el libro– no era mera retórica pomposa. En cambio, reflejaba un objetivo más amplio compartido por los comandantes de las AUC, políticos y terratenientes locales: legalizar la inmensa riqueza y poder que reunieron durante años de expansión paramilitar.

Los paramilitares habían sacado a más de un millón de campesinos de sus tierras, preparando el camino para lo que los autores llaman “la contrarreforma agraria”. Grandes terratenientes e inversionistas

–incluyendo paramilitares y otros traficantes– adquirieron las tierras, y los oficiales corruptos los ayudaban a obtener el título. Como dijo un antiguo paramilitar: “Uno entramos matando, otros más atrás comprando y el tercer grupo legalizando”.

La extradición de los comandantes de las AUC no acabó con este proyecto. Al contrario, escribe López, “la tierra, la riqueza y el capital político acumulado a través de la violencia del paramilitarismo narco quedó en manos de una elite híbrida emergente” compuesta de grandes terratenientes, políticos locales, traficantes de drogas y antiguos miembros de las AUC que habían escapado a la extradición.

En 2007, los analistas estimaban que los paramilitares habían asesinado a 50.000 personas. Ahora se estiman 140.000 víctimas

La restauración de la vieja élite

Con la ayuda de los colaboradores paramilitares en el Congreso, Uribe pasó leyes que le permitieron ser reelegido en 2006 y casi lo hizo de nuevo en 2010. Esto alteró el sistema de balance del país, cuya característica esencial era la duración del período presidencial. Si Uribe lograba el tercer período, su habilidad para controlar el sistema judicial –y descarriar las investigaciones– aumentaría. Para 2009 el resultado parecía casi certero, con la popularidad de Uribe en su punto más alto gracias en gran parte a su éxito contra las FARC. Y sin embargo, para gran parte de la dirigencia política colombiana, los haberes del presidente habían caído. El aumento de la concentración de poderes en sus manos empezó a preocupar a las élites políticas tradicionales, que se enorgullecían de haber alejado al país, desde hacía varias décadas, de los regímenes autoritarios.

Lo que también inclinó la balanza con-tra Uribe era la negativa del Congreso de Estados Unidos a ratificar el tratado de libre comercio, una posición reforzada por las revelaciones de los paramilitares y sus aliados políticos. Esto fue un gran desajuste político para Uribe, y ayudó a convencer a muchos dentro de la dirigencia que su presidente se había convertido en un lastre.

En febrero de 2010 la Corte Constitucional declaró que Uribe no podía ser reelegido por tercera vez. Uribe aceptó, tal vez porque se dio cuenta de que la dirigencia ya no lo respaldaría en una confrontación con el sistema judicial. Pero, en general, se asumió que seguiría teniendo considerables poderes aun fuera del cargo, especialmente cuando su antiguo ministro de la defensa, Juan Manuel Santos, ganara la presidencia por una inmensa mayoría, prometiendo seguir con las políticas de seguridad de su predecesor.

Santos sorprendió a muchos cuando en su primer acto oficial como presidente se reunió con la Corte Suprema y prometió una nueva era de respeto por lo judicial. Este acercamiento podría verse meramente como que Santos, quien viene de la vieja dirigencia bogotana, traía un enfoque mucho menos confrontacional de la política que el ganadero de Antioquia. Pero pronto marcó aún más su distancia de Uribe. Anunció que su prioridad legislativa más alta era la Ley de Víctimas, que entre otras, cosas ayudaría a los desplazados a recuperar sus tierras robadas. Uribe se había opuesto vehementemente a tal legislación.

Para finales de ese año, algunos de los críticos más duros de Uribe –incluyendo a López y Petro– tenían una esperanza, aunque cautelosa. Creían que Santos entendía que abrir el proyecto parapolítico era clave para la reparación de la imagen internacional del país, y  para restaurar el dominio de la dirigencia política de Bogotá. Al devolver las tierras robadas y permitir el avance de las investigaciones parapolíticas sin barreras, Santos minaba el poder de la nueva “élite híbrida”, que siguió siendo más leal a Uribe que a él. El progreso en ambos casos lo colocaría en mejor posición para ganar el premio que su predecesor no había logrado: la ratificación del TLC.

En abril, en respuesta a la presión creciente de los simpatizantes del TLC, el presidente Obama anunció que enviaría el tratado al Congreso para ser ratificado cuando Colombia empezara a implementar el “plan de acción” convenido mutuamente para mejorar los derechos de los trabajadores. Gracias a la victoria de los republicanos en las elecciones a mitad del período, la ratificación es casi segura. Pero los demócratas desalentados con el plan de acción de Obama –que se queda corto en los requerimientos de derechos humanos que habían buscado– pueden hacer un esfuerzo final por usar el debate del TLC para presionar por un avance en los temas esenciales omitidos del plan.

Las omisiones más deslumbrantes del plan son cualquier mención de los poderosos grupos armados, dirigidos principalmente por antiguos miembros del TLC, que siguen asesinando a sindicalistas y, cada vez más, a líderes de comunidades desplazadas que reclaman sus tierras. Estos grupos ya no se presentan como un movimiento de contrainsurgencia nacional. Pero siguen traficando con drogas ilegales y aterrorizando a los civiles como antes lo hacían las AUC. Este es el legado del enfoque de “justicia y paz” de Uribe.

El ex gobernador Arana y otro oficial de Sucre denunciados por el alcalde Tito Díaz recibieron largas sentencias en prisión en diciembre de 2009. Pasaron años para que llegaran a juicio, y nueve testigos potenciales fueron asesinados en el ínterin. El siguiente mes de abril, poco tiempo después de que naciera su primer hijo, Juan David Díaz recibió una nota firmada por uno de los nuevos grupos armados: “No se imagina cuánto placer nos da recordar que por esta fecha, hace siete años, matamos a su padre, pero vemos que el trabajo no se completó. No nos hemos olvidado de usted, al contrario, creemos que su muerte debe ser lenta y dolorosa y peor que la de Tito. Saludos a su esposa, su hijo, sus hermanas y su madre”.

Juan David volvió a esconderse, lejos de su familia. 

Daniel Wilkinson es deputy director de Human Rights Watch, la ONG de derechos humanos con sede en Estados Unidos que ha sido dura con el chavismo pero mucho más dura con el uribismo, y ha sido acusada por ambos de responder a intereses enemigos y conspirativos. El presidente Obama proclamó el 21 de octubre pasado el TLC con Colombia. El “milagro de la seguridad democrática” de Uribe ha dado paso al “milagro económico” de Santos. Gustavo Petro, acusado de nexos con Chávez por sus adversarios colombianos, ya no es el candidato estrella de la izquierda colombiana. 

Últimos
lanzamientos

Suscríbete
a nuestro newsletter