El periodista que se inmoló por la causa de Anne Frank

A Anna Frank no solo la traicionó quien delató el escondite de su familia. En esta columna, Sergio Dahbar pone el dedo en una llaga que permanece abierta

Montaje con las imágenes de Anna Frank y Meyer Levin. Cortesía

Por Sergio Dahbar 

Anne Frank sigue viva. Nada más este año 2023 se han publicado dos libros notables sobre su historia y obra. Uno escrito por la académica canadiense Rosemary Sullivan y el otro por la novelista estadounidense Cynthia Ozick. Ambas han actualizado diferentes misterios y oscuridades alrededor de uno de los diarios más populares de la historia de la Segunda Guerra Mundial, Het Achterhuis.

Sullivan investigó en La traición de Anne Frank (HarperCollins), una de las esquinas más enigmáticas de su cruel desenlace: quién fue el delator que le reveló a los nazis el paradero de la familia Frank en el numero 263 de la calle Prinsengracht, en el barrio Jordaan. En 1942 entraron en el anexo secreto de un edificio angosto, frente a los canales de Ámsterdam. Allí había un depósito. Se ingresaba a través de una puerta falsa, oculta por un armario, que acondicionó el carpintero Voskuyl. No faltaron acompañantes, como la familia Pels y el dentista Pfeffer, que ingresaron más tarde.

Esas ocho personas convivieron desde 1942 hasta 1944, en un espacio de 46,45 metros cuadrados. De ese clima de encierro y privación se nutrió buena parte del diario de Anne Frank. El 4 de agosto de 1944 un comando alemán descubrió el escondite y envió a los ocho refugiados a diferentes campos de concentración. Se presume que Anne Frank murió de inanición y tifus en Bergen Belsen, hacia marzo de 1945. La historia de la escritura del diario, de la transcripción posterior, de la edición finalmente en forma de libro, de las secuelas en teatro y en cine, de la gente que se obsesionó con el tema, refleja lo mejor y lo peor de la condición humana.

Miep Gies fue la mujer que salvó el diario y la última persona relacionada con el caso en morir. Cerró los ojos el 11 de enero de 2010. Su nombre era Hermine Santrouschitz y nació en Viena en 1909, pero adquirió la ciudadanía holandesa al huir de la Primera Guerra Mundial. En Amsterdam la recibió Otto Frank, el padre de Anne, quien era dueño de una distribuidora de pectina, producto vegetal para preparar jaleas y mermeladas. Miep Gies se convirtió en secretaria de la empresa y más tarde en encargada general. Otto Frank, que había nacido en Frankfurt en 1933, se cansó de las restricciones impuestas a todo judío por los nazis. Escogió Ámsterdam como tabla de salvación. Pero en mayo de 1940 los alemanes invadieron Holanda. La tenaza se cerraba y los Frank pensaron huir hacia Suiza.

El libro de Sullivan agitó las aguas de la crítica rápidamente. Asegura que un notario judío fue el delator de los Frank, a cambio de salvar a su propia familia. Se trata de Arnold Van den Bergh, quien murió de cáncer en 1950. Su nieta Mirjam de Gorter reclama a HarperCollins que retire de circulación la edición en inglés. Esta tesis contradice lo que muchos han pensado a lo largo de los años: que fueron descubiertos por agentes alemanes que perseguían delitos comunes en los tiempos de la ocupación.

El otro texto aparecido en 2023 fue escrito por Cynthia Ozick, A quién pertenece Anne Frank, y reflexiona sobre los usos que su padre y otros protagonistas le han dado a su testimonio. Lejos de honrar su inteligencia y sensibilidad, la posteridad pareciera no cansarse de hablar por ella. Hasta el punto que Ozick se pregunta si no hubiera sido más liberador para su autora que Miep Gies quemara el diario. Para salvarlo de quienes se han dedicado a censurarlo, infantilizarlo, sensibilizarlo, falsearlo, hasta el colmo de negar la verdad de su historia.

“Una obra cargada de una profunda verdad se ha convertido en un instrumento de verdades a medias, verdades sucedáneas o negaciones de la verdad. La pureza se ha hecho impura, a veces pretendiendo justo lo contrario. Cada gesto bienintencionado de aproximarse al diario para difundirlo ha contribuido a la subversión de la historia’’.

 

La desnazificación de Anne Frank

A estos dos aportes de reciente data, se suman obras más antiguas, pero igualmente perturbadoras: Una obsesión con Anne Frank, de Lawrence Graver, 1995. Y El legado robado de Anne Frank, de Ralph Melkin, 1997. Ambos gravitan alrededor de una obra controversial, La obsesión, de Meyer Levin, 1976. Este periodista nació en Chicago en 1905. Era hijo de pobres inmigrantes lituanos, que trabajaron duro para darle una educación valiosa. Sabían que era superdotado.

Meyer Levin se obsesionó con la historia de Anne Frank de una manera inusual. Se dio cuenta de que era un alma gemela: alguien que lucha por establecer la verdad de una humillación. En 1952 Otto Frank lo nombró su agente literario. Lo abrazó como si se tratara de un padre adoptivo.

Meyer Levin quería escribir una obra de teatro basada en el diario. Y así lo hizo. El texto fue rechazado por la productora Cheryl Crawford, asesorada por Lillian Hellman. Levin se sintió ofendido, pero presentó el trabajo ante el productor Kermit Bloomgarden, quien también lo rechazó. Entonces arguyó que una conspiración judía y hollywoodense se había puesto en marcha para apartarlo del camino. Este episodio desencadena su paranoia agazapada. Y comienza a pelear con molinos de viento. Eleanor Roosevelt (autora del prologo del libro), Otto Frank, el ejército israelí, Harry Golden, Frances Goodrich y Albert Hackett, Garson Kanin… Demanda a Otto Frank por incumplimiento de contrato. Y le pide a Simon Wiesenthal que investigue su comportamiento en Auschwitz.

Meyer Levin era un paranoico. Veía una conspiración en la mesa de un café donde se reunían tres personas y en el hecho inofensivo de que sus libros se hubieran agotado en las librerías. Pero tuvo la suerte de que un historiador y profesor de inglés de Williams College, Lawrence Graver, escribiera el libro Una obsesión con Anne Frank, con el que ganó un premio Pulitzer. Todo comenzó cuando este académico ofreció un curso llamado “Imaginando a los judíos estadounidenses’’. Allí advirtió la conexión que había entre muchos escritores contemporáneos y la historia de Anne Frank. En ese momento entendió que la preocupación de Meyer Levin era compleja y resonante.

Graver rastrea las huellas de Levin al final de guerra, cuando viaja como periodista y realizador de documentales. Es uno de los primeros en informar sobre los horrores descubiertos en los campos de concentración. Allí entiende Levin que su misión es contar la historia del destino de los judíos. Pero no sabe cómo hacerlo hasta que su esposa Terezka Torres le regala la edición francesa del diario, cuando vivían en la costa azul francesa, cerca de Antibes. “Toma. Es un regalo. Parece que es un libro extraordinario. Un diario, escondido durante la guerra, de una niña muerta en Bergen-Belsen a los 15 años’’. En ese momento se descubre poseído por una verdad. Si logra amplificar la voz de Anne Frank adecuadamente, el mundo conocerá su historia.

Nadie podía tomar en serio las andanadas de conspiraciones que imaginaba Levin, pero no estaba equivocado en algo. Las injusticias cometidas con el diario eran reales, así como la forma en que la cultura americana limó los colmillos del genocidio nazi hasta volverlos inofensivos. “Al universalizar la historia, se cumple con los deseos más íntimos de Otto Frank. Quería que su hija fuera recordada como una figura afirmativa de esperanza, en lugar de una sombría víctima nazi. El guión de Levin era más fiel que el de los Hackett con Anne Frank, y sus interpolaciones de la historia de los campos de concentración, más fiel a los detalles del holocausto’’.

La conspiración que descabezó todas las aspiraciones de Levin no fue la de aquellas personas que desecharon su guión. Lo que verdaderamente lo sacó del juego fueron las corrientes culturales del Estados Unidos, alega Graver: el público quería entretenimiento para sentirse bien; los judíos, asimilarse y ser aceptados; y el gobierno, reconstruir Alemania. Por eso nadie deseaba oír hablar del Holocausto. Preferían pasar la página y divertirse.

Adversidades y hallazgos

El destino fue cruel con esta muchacha que intentó ser honesta en el último lugar posible. Como escribió la periodista Judith Thurman en The New Yorker, al compararla con Jane Austen: “Escribir es el antídoto de ambas contra la claustrofobia, tanto física como espiritual, y, sin embargo, la claustrofobia parece subrayar su alegría natural”.

El legado de Anne sufrió demasiadas adversidades en el transcurso del tiempo. Los nazis fueron los primeros, porque se empeñaron en borrar de la tierra a quienes consideraban seres inferiores. Después vinieron quienes de una u otra forma negaron la existencia de Auschwitz, las cámaras de gas y el exterminio en general, por considerar que era una invención de la propaganda aliada y la inteligentzia judía. Verral, Faurisson, Stielau, Nielsen, Hendry, Irving y Felderer son algunos de los que cuestionaron la verosimilitud del diario y la honestidad de su autora.

Juzgar a Otto Frank no es fácil, después de lo que debió soportar, pero en un intento desmesurado por proteger su memoria, con la culpa natural de quien ha sobrevivido, eliminó del diario aquellos pasajes que consideraba inadecuados, como los que hacían referencia al despertar del sexo. Pero sus desmanes no se quedaron en la mutilación del diario. No tuvo empacho en establecer relación con una adolescente estadounidense de suburbio, Cara Wilson, quien confesó sentirse identificada con las frustraciones juveniles de su hija. Mantuvieron una correspondencia durante años, le envió regalos cuando nacieron sus hijos, y publicó las cartas Love, Otto en 1995, sin detenerse en el hecho que esa correspondencia “frivolizaba la tragedia de su hija y banalizaba el horror de la guerra’’.

El mismo Otto aceptó que la primera traductora al alemán del texto edulcorara lo que Anne decía de los alemanes. Esta vulgar tergiversación, aceptada por su padre sin chistar, confirma la impresión de Cynthia Ozick sobre las negaciones de la verdad que se impusieron con el tiempo.

El Estado de Holanda tomó la decisión de establecer la verdad del diario. En 1980, cuando murió Otto Frank, el Instituto Neerlandés de Documentación de Guerra (NIOD) emprendió una tarea titánica. Estudiar la caligrafía de Anne, la composición química del papel, la manufactura de los cuadernos, los tipos de lápices utilizados en las correcciones, la historia de las copias, las ediciones, las traducciones, y las adaptaciones. Esa investigación de 700 páginas concluyó que son auténticos. Se documentaron los cambios que aportó su padre: en ese proceso censuró las observaciones sobre el despertar sexual y comentarios incómodos sobre ciertos compañeros de encierro.

El diario de Anne Frank se consigue en dos ediciones en castellano, publicadas por DeBolsillo y traducidas del holandés por Diego Puls. La más reciente reproduce en tapa el dibujo de la portada de uno de los cuadernos y posee información didáctica. La versión crítica que publicó el NIOD es un prodigio editorial que se encuentra disponible en inglés a través de Amazon. Es un fresco irremplazable para comprender los alcances de una tragedia humana, de la convivencia forzada entre ocho seres humanos y del despertar de una adolescente, frente al amor y la escritura como oficio.

Quizás el mejor trabajo crítico que haya aparecido sobre la escritura de El diario de Anne Frank sea el de Judith Thurman, que fue recopilado por la autora en un libro soberbio de Duomo, La nariz de Cleopatra. Allí ella se pregunta: “Uno anhela saber qué más podría haber hecho Anne Frank con esa libertad sensual y expresiva que tanto llama la atención en su prosa”.

Thurman entendió que Anne Frank poseía una complejidad extraña para su edad, que asomaba en la escritura como la señal de la escritora que pudo ser si hubiera logrado salvarse. Pero estaba condenada a la mala suerte y a las dificultades. No en vano 10 editoriales norteamericanas rechazaron el manuscrito de El diario de Anne Frank antes que Doubleday adquiriera los derechos para Estados Unidos en 1951. Un libro que ha vendido ya más de 30 millones de ejemplares en 60 lenguas.

Como reflexiona Ruth Franklin en su reseña de La traición de Anne Frank, “los nazis fueron los responsables últimos de la muerte de Anne Frank, desde Hitler y Eichmann hasta el humilde funcionario Silberbauer y sus secuaces. Pero a nivel mundial, Anne Frank fue traicionada por todos aquellos que tenían la capacidad de ayudar a los judíos y no lo hicieron. La reina holandesa la traicionó al abandonar la nación; uno puede imaginar un resultado diferente si la reina Guillermina, como el rey Christian X de Dinamarca, se hubiera enfrentado a los ocupantes nazis y defendido a los judíos. El gobierno de Estados Unidos la traicionó al negarse a aprobar visas para que la familia Frank viajara a Cuba vía Nueva York en 1941, la única oportunidad real que tenían de escapar de los Países Bajos. Los aliados la traicionaron al negarse a bombardear las líneas ferroviarias a Auschwitz. Las naciones del mundo la traicionaron al rechazar a los refugiados judíos’’.

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