Emma Bovary, ese sensual vacío

La narradora Kathryn Harrison celebra una nueva traducción al inglés de la obra más célebre de Gustave Flaubert y aprovecha para interpretar la disfuncionalidad de su personaje central, una mujer desprovista de conexión con los demás que nunca pudo llenar el abismo que cargaba por dentro

madame bovary

Pobre Emma Bovary. Nunca escapará de la tiranía de sus deseos, nunca evitará la angustia que le propician sus presunciones románticas, nunca logrará la inconsciencia que buscaba, que tal vez sea el suicidio más atrozmente lento que se haya escrito. Su lugar en el canon literario está asegurado; no puede ser eclipsada por otra heroína trágica. Al contrario: cada día, incontables lectores que agonizarán por la miseria que ella inflinge sobre su ser y sobre todos los que la rodean, la resucitarán y se sorprenderán por la habilidad de Flaubert, quien como un dios le da vida a través de palabras en un página.

El poder de Madame Bovary emana de la determinación de Flaubert por representar cada objeto que escrutina exactamente como se ve, o como suena o huele o se siente o sabe. No es su talento para hacerlo -eso no habría sido suficiente- sino su determinación, que nunca relajó. Madame Bovary avanzó lentamente, tan lentamente como tenía que ser, en manos de un autor que se sentía responsable por cada palabra, para que fuera la palabra correcta, y la única correcta además. “En la prosa, una buena frase,” escribió, “debe ser como una buena línea de poesía, incambiable.”

Lydia Davis describe los hábitos laborales de Flaubert en la introducción de su traducción del libro diciendo que “cambió permanentemente la forma como se escribieron las novelas” por la atención que Flaubert le prestaba al detalle, toda la laboriosidad que era humanamente posible. Pasaba hasta doce horas al día en su escritorio, durante meses, descartando más material del que guardaba y con un progreso tan escaso como una sola página a la semana. Dada la presión que Flaubert le aplicaba a cada frase, no hay mayor prueba para el arte del traductor que Madame Bovary. Fiel al estilo original, pero no al punto de ser servil, el esfuerzo de Davis es transparente, pues el lector nunca siente su presencia. El de ella es justamente el nivel de maestría que se requiere para traducir esta novela.

Tras haber tomado a pecho el consejo de su mejor amigo, el poeta Louis Bouilhet (a quien le dedicó Madame Bovary), Flaubert se decidió por un tema mundano para suprimir su admitida “tendencia a deshacerse en elogios líricos y efusivos en respuesta al material exótico” (una primera entrega de La tentación de San Antonio era tan grandilocuente que Bouilhet sugirió que la quemara). El adulterio, la ruina económica: estos dramas ocurrían en todos los círculos sociales, incluso el de Flaubert. El destino de Emma lo tomó prestado de dos historias cautelares de la vida real, el adulterio y suicidio de Delphine Delamare, y la extravagancia descabellada que llevó a Louise Pradier a la bancarrota. Si la trama era una ecuación bastante sencilla, añadiendo un acto vano y egoísta tras otro hasta que juntos resultaran en desastre, las exigencias que Flaubert se imponía en la ejecución de la narrativa eran severas y absolutas.

A los lectores no les gusta Emma Bovary, y sin embargo la siguen con el tipo de atención reservada para los accidentes automovilísticos, bien sean literales o metafóricos. ¿Como puede una mujer codiciosa, de mente cerrada, incapaz de amar y (como no siente una verdadera conexión con nadie) terminalmente aburrida con su vida, fascinarnos mientras sucumbe a impulso venal tras impulso venal? Flaubert logra la atención de su público al transmitir cada aspecto de la vida de Emma -llamó su novela una “biografía”- con tanta destreza que los lectores no necesitan suspender la incredulidad de su propia voluntad. Admiren o no la obra maestra de Flaubert, no pueden dudar de su realismo incisivo, con frecuencia asombroso. De cara a esto, la vida de Emma Bovary asume la forma de otra heroína celebrada. Anna Karenina tiene un esposo repelente, se embarca en un amorío con un hombre que finalmente traiciona su amor, y se suicida. Pero Anna es compasiva; su tragedia es tanto el resultado de sus circunstancias (una mujer que tiene que ceder a las convenciones sociales de la Rusia del siglo XIX) como las de su carácter. Casada con un hombre sin sentimientos veinte años mayor que ella, Anna no ahoga la pasión que Vronsky despierta en ella. Su decencia innata no puede sobrepasar su hambre de amor. Los lectores se solidarizan con Anna y ven a Emma con creciente horror, porque Emma nos obliga a confrontar la insaciable capacidad humana para el vacío existencial. Fatalmente absorbida por sí misma, insensible al sufrimiento de los demás, Emma no puede ver más allá de los estereotipos románticos a los cuales sirve, eternamente buscando lo que espera será la felicidad. Anna se mantiene vulnerable ante la amenaza de su marido de quitarle al hijo que ama; cuando Emma no es activamente cruel, ignora a su hija, ya que la maternidad es otra realidad que no resultó ser como la fantasía que ella tenía de ella.

En Emma no son defectos de personalidad sino que no tiene personalidad. Ella es un vacío, si bien sensible y sensual, absorbiendo cada idea preconcebida. Como estudiante del convento, Emma confunde su “ardiente veneración por mujeres ilustres o con destinos trágicos” como Juana de Arco por una vocación religiosa, soñando con sacrificios voluptuosos perfumados con incienso.

Contemplando su futuro con Charles Bovary, quería “casarse a la medianoche, bajo la luz de las antorchas,” con la esperanza de que el matrimonio le enseñara el significado de “las palabras ‘dicha’, ‘pasión’ e ‘intoxicación,’ que le parecían tan hermosas en sus libros.” Seducida por Rodolphe, Emma siente su placer más intenso en soledad, ante el espejo, cuando mira su ser más reciente y repite una y otra vez: “¡Tengo un amante! ¡Un amante!” En cuanto a ese amante, tras llevar a Emma cabalgando por el bosque y hacerle desesperado el amor allí, “Rodolphe, con un cigarro entre los dientes, reparaba una de las bridas rotas con su navaja”. Esta frase vale un día de trabajo, que es lo que le tomó a Flaubert ensamblar los detalles necesarios para ilustrar un momento tan crítico de la caída libre de Emma. Los dientes del cobarde ya se hincan en una subsecuente gratificación de su apetito; el cuchillo fálico; la compostura quebrada; la experiencia de atraer a una mujer que fue casta hacia un adulterio tan desafectado que su atención ya ha retornado al quehacer rutinario. ¿Qué más se necesita para confirmar la naturaleza baja de Rodolphe? La seducción se ha logrado, es sólo cuestión de tiempo para que deje a Emma de lado antes de que se prenda de él,  para que otro amante la desilusione antes de que caiga presa del prestamista Lheureux.

El “desprecio por la burguesía” de Flaubert, y en Emma la intención de representarla, estaban basados ante todo en su tendencia a apropiarse inconscientemente, y servir a, sentimientos existentes. Porque Emma nunca cuestiona la validez de sus fantasías, prestadas de las novelas románticas o inspiradas por su participación en un baile aristocrático; acoge los términos de su desencanto una y otra vez. Al darle la espalda al amor que se le ofrece, Emma siempre está esperando por alguien o por algo mejor, o por lo menos por la siguiente distracción de su aburrimiento inquieto. Su muerte tan siglo XIX -tras tragarse la única cosa que podía satisfacer el hambre: veneno- puede ocurrir a cualquier edad, incluyendo la nuestra, y propicia menos pena que agradecimiento. Por lo menos ha solucionado el problema de sí misma.

Es una pena que Flaubert nunca leerá la traducción que hizo Davis de Madame Bovary. Hasta él tendría que estar de acuerdo que se la ha dado la traducción al inglés que se merece. 

Kathryn Harrison, la autora de esta nota, escribe ficción y no ficción. Su nueva novela se titula Enchantments.

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