¡Escribe, Vasili, escribe!
El libro Vida y destino tiene apenas medio siglo de vida pero toda la resonancia atemporal que uno puede esperar de un gran clásico.

Rusia es un país inmenso. Primero por lo obvio, su territorio, que pese a las cesiones y arrebatones de la disolución de la URSS retiene para ella el título de país más extenso de la Tierra; pero también por el peso de su historia, de su complejidad étnica y de la magnitud de sus desgracias. En Rusia cayó un meteorito que devastó pueblos enteros, abundan los iluminados que convencen a los demás de que son Dios y ha habido gobernantes que compiten muy duro por el campeonato del horror: desde Iván el Terrible hasta el papacito Stalin, responsable de más muertes que el mismísimo Hitler.
Cuando a esa inmensidad le cayó encima la peor guerra de la historia humana, que además pegó a Rusia más fuerte que a ningún otro país (unos veinte millones de ciudadanos soviéticos perecieron en el conflicto, la inmensa mayoría civiles), había ahí adentro un hombre empeñado en contar esa catástrofe, pero con la escala necesaria para reflejar tanto como el alcance de su devastación como la hondura y diversidad de la nación afectada.
Vasili Grossman era un periodista judío ucraniano que, cuando empezó la invasión alemana de la URSS, en 1941, quiso enrolarse en el Ejército Rojo. Tenía 36 años, sobrepeso y cojera, pero terminó arreglándoselas para que lo aceptaran, aunque más como reportero “empotrado”, como se diría hoy, en las tropas. Metido ahí le tocó nada menos que cubrir el sitio de Stalingrado, que decidió el curso de la guerra con la derrota de sus invasores nazis en el invierno del 42 y, poco después, cuando siguió al Ejército Rojo en el contraataque contra Alemania, fue el primer corresponsal que llegó a un campo de exterminio, Treblinka, en Ucrania, tras lo cual escribió una crónica que sirvió de evidencia en los juicios de Nuremberg.
En los años siguientes se dedicó a escribir una novela que contara el choque colosal de dos totalitarismos medularmente asesinos, con varias naciones en el medio. Lo que hizo fue una versión de Guerra y paz de Tolstoi, el clásico que con varios años de distancia relata la invasión napoleónica de la Rusia zarista. La novela de Grossman, Vida y destino, es de igual extensión, pero mucho más entretenida y más cercana a nuestra sensibilidad. Ahora está más disponible gracias a la versión económica del sello DeBols!llo, que publica la excelente traducción hecha directamente del ruso en 2007.
Leyéndola, pronto se da uno cuenta de que es una obra maestra. Era muy ambiciosa y cumplió sus objetivos. Logra la hazaña de debatir sobre política e ideología sin que estorbe en la potencia de las historias de sus personajes y la genialidad de sus descripciones. Y es enormemente crítica con el stalinismo, hasta el punto de que uno no puede entender cómo Grossman esperaba que la URSS no la prohibiera y que él no cayera en desgracia. La KGB le quitó su máquina y hasta la cinta con la que la había escrito. Vida y destino salió a la luz en los años ochenta, muerto su autor, gracias a que un manuscrito llegó a Suiza. Fue en 1988 cuando la pudieron leer los rusos, durante el glasnot.
Naturalmente que es dura, que requiere esfuerzo y tiempo, pero su desmesurada calidad –una calidad del tamaño de su tema– hace que Los desnudos y los muertos de Mailer, para dar un ejemplo de una gran novela de guerra, luzca fastidiosa y superficial. Vida y destino tiene apenas medio siglo de vida pero toda la resonancia atemporal que uno puede esperar de un gran clásico… que uno puede esperar de un hombre que la escribió como si en ello le fuera la vida, que quería usar la literatura para uno de sus eternos propósitos: para combatir al olvido que oculta los horrores que quedan atrás y los precipicios que podríamos tener por delante.