Hans Neumann: “Si ya lo enseñan en Harvard, es demasiado tarde”

Esta entrevista fue realizada en los años setenta por el periodista y escritor argentino Tomás Eloy Martínez, a solicitud de la revista Número, que fundó y dirigió Miguel Angel Diez. Apareció con el seudónimo Máximo Manuel Ferreiro. La publicamos con autorización de su hija Ariana Neumann Por Tomás Eloy Martínez Este diálogo con uno de…

Hans Neumann y su hija Ariana. Archivo de Ariana Neumann.

Esta entrevista fue realizada en los años setenta por el periodista y escritor argentino Tomás Eloy Martínez, a solicitud de la revista Número, que fundó y dirigió Miguel Angel Diez. Apareció con el seudónimo Máximo Manuel Ferreiro. La publicamos con autorización de su hija Ariana Neumann

Por Tomás Eloy Martínez

Este diálogo con uno de los industriales más relevantes de Venezuela, tiene la pretensión de no ser una entrevista convencional: procura poner al descubierto la filosofía ante la empresa, ante la vida y ante la comunidad venezolana, de un capitán de industrias —fundador y jefe del grupo Corimón— a quien suele señalarse, con razón, como uno de los hombres que mayor influencia han ejercido sobre la actual expansión y desarrollo del país.

No hay lugar menos adecuado para hablar de una empresa que la casa de un empresario. La conversación se desviará, fatalmente, de las secretas jaulas donde los economistas mantienen encerradas a las palabras de su tribu, y se deslizará hasta las avenidas del sol donde todo lenguaje es vida.

Con Hans Neumann, sin embargo, la casa es el lugar preciso. Y la tarde del domingo, la hora perfecta. Las palabras de la tribu han sido hace ya tiempo aventadas por los falsos “perros furibundos” que un letrero promete a la entrada de la quinta, y por las esplendorosas esculturas que se abren en el parque, abrazando a la casa, en Los Chorros. En esa atmósfera, la empresa adquiere la carnalidad que tiene en la vida: se transforma en un ser con imaginación para soñar cualquier sueño y las fuerzas para lanzarse a cualquier aventura.

De la biblioteca, a la derecha de la entrada, fluye una melodía imprecisa (¿Telemann? ¿Corelli?) Los árboles crepitan bajo una enorme sábana de cigarras.

Las cigarras y el sonido de alguna motocicleta lejana sembrarán un estrépito lejano, a lo largo de todo el diálogo. Hans Neumann, el padre —con Lothar su hermano—del Grupo Corimón, el jefe de unas quince empresas que se despliegan, tanto en el horizonte de la química como en las artes gráficas, el experto en artes plásticas, el promotor de nuevas formas para la cultura venezolana, él, no parece un tycoon. Su imagen —ya se verá— es la de un hombre insatisfecho de su mismo, que jamás deja de interrogarse sobre el porvenir.

Adelantarse en el camino

Usted no es un empresario típico, Hans Neumann. He oído afirmar a economistas venezolanos que, en la inevitable carrera de todo empresario con el éxito, usted siempre tiene la intención de llegar primero. Pero no he oído describir, en cambio, cómo son sus batallas con el fracaso.

—Ser un buen empresario es sinónimo de innovador. Y no solo en el ámbito de las empresas, sino en cualquier terreno de la actividad humana. Es cierto: la innovación consiste en ver las cosas un minuto antes que los demás. Los anglosajones tienen una expresión para definir ese fenómeno: “To be a little bit ahead”. Me propongo, pues, hacer hoy lo que los demás harán mañana: tal como lo harán mañana.

Para no fallar en ese proyecto, parece imprescindible contar con una excelente formación económica.

—Tal vez parece insólito que yo lo diga, pero no creo en eso. Una escuela acorta el camino, pero no convierte a un escultor mediocre en un gran escultor. Hay quienes citan a la Universidad de Harvard, por ejemplo, como uno de los topes del conocimiento. Yo suelo replicar a eso: “Si ya lo enseñan en Harvard, es demasiado tarde”

Adelantarse es la palabra que resume su filosofía del éxito. Pero insisto, ¿cuál es la actitud ante el fracaso?

—Descubrí hace ya mucho que tener la razón es una condición que se da en el tiempo. Uno puede tener la razón y, por estar adelantado, dar la impresión de que no la tiene. Poner en marcha una industria de extrema sofisticación hace diez o quince años en Venezuela, era un error. Competir en 1975 por recursos humanos significaba tropezar con la incomprensión de casi todo el mundo, pero ningún plan eficaz de trabajo podría llevarse adelante sin ese tipo de recursos. En el primer caso, el adelanto hubiera sido excesivo. En segundo, era excesiva la tardanza.

El éxito y el fracaso serían, pues, un problema de timing. ¿Cómo mide usted ese timing dentro de sí?

—Por los errores. Existen distintas formas de manejo para distintos tipos de industria. Hace ocho o diez años concebí un proyecto. Nadie creyó en él y cuando tratamos de concretarlo, pese a todo, los resultados parecían ridículos. A mí no me faltaba razón, pero el “timing” era incorrecto, y solo ahora queda demostrada esa incorrección. Siempre he sostenido que no se puede crecer por crecer. Pero ahora, cuando afirmo que el crecimiento puede ser cualitativo y no cuantitativo, me miran con extrañeza.

Para cristalizar de una vez por todas su ecuación: ¿usted diría que una suma de fracasos puede producir un éxito?

—Diría más bien que sobre la base de diez fracasos pequeños puedo organizar un éxito, entonces no me he equivocado.

Historia de vida

Señalé al comienzo de este diálogo que usted es un empresario atípico porque su vocación humanística parece tan sólida como su voluntad de creación industrial. Sé que usted ha escrito poemas, ha dibujado, ha trabajado en cerámica.

—Es verdad. Publiqué poemas en mi lengua materna, el checo, a fines de la década del 30. Escribí también algunos relatos breves. El 2 de septiembre de 1939 —lo recuerdo muy bien— puse punto final a un cuento sobre el empleo de la energía atómica para la destrucción del mundo.

¿Nunca intentó traducir o republicar esos textos?

—No. Tenían un mero interés personal.

Alguna vez los publicó, sin embargo.

—Sí, pero en revistas de estudiantes o de vanguardia, cuya circulación era muy restringida. Hoy, aquellos textos me resultan insatisfactorios. Y probablemente también eran insatisfactorios entonces.

Conjeturo, entonces, que su experiencia con las artes plásticas fue menos frustrante que con la literatura. Al menos sé que algunos dibujos suyos están en manos de sus amigos, en Caracas

—Contaré esa historia desde el principio. Estudié escultura en Praga, porque me apasionaba. Era frecuente entonces en Europa elaborar moldes de yeso para lanzar ediciones en serie de esculturas de cerámica. Me propuse, a partir de esa técnica, hacer un busto de mi tía, cuyo rostro era profundamente triste. El trabajo me impuso desafíos que no pude resolver. Pero, de todas maneras, como necesitaba plata, terminé el trabajo y empecé a venderlo. Tuve decenas de compradores, pero el éxito no me reconfortaba. Sentía que estaba cometiendo un fraude contra mí mismo, porque con aquella obra, a la que llamé “Melancolía”, pretendí hacer algo distinto. Y advertí que no era capaz, que acaso no lo sería nunca. Rompí el molde y no volví jamás a incurrir en la escultura. He dejado algunos borradores de escultura —no dibujos— en mano de amigos como Miguel Arroyo o Isaac Chocrón. Pero esas son historias que pertenecen a la intimidad

¿Y escribir? ¿Tampoco ha vuelto a intentarlo?

—Ya no soy capaz de escribir en ningún idioma. Tal vez por eso me convertí en empresario.

En la adolescencia se abrían ante usted una serie de elecciones, y la decisión de ser empresario no parece haber sido la primera. Es preciso que se observe a sí mismo tal como era entonces. ¿Qué hubiera preferido ser?

—Le diré lo que hubiera preferido hacer: microsistemas, historia del arte. Me interesaba sobremanera investigar los lazos que unen el pensamiento racional con la explosión de los afectos. Todavía me interesa. Soy, creo, uno de los pocos empresarios convencidos de que al trabajar por el desarrollo de un país, es imprescindible contribuir también al desarrollo de la creación artística. No es una cuestión de prioridades, sino de proporciones. Carece de importancia para mí el hecho de que, en un momento dado, los intereses económicos sean imperativos y desbordantes: aun en ese caso, debo de sacrificar una parte de esos intereses, por pequeña que sea, para consagrarlos a la creación que yo llamo emocional y que otros dirán cultural.

Concibe usted entonces a la empresa como un todo: un cuerpo vivo, a cada una de cuyas partes hay que prestar atención.

—Sí, y no me importa que se trate del Estado o de una empresa privada. La situación es la misma: ninguna de las partes puede ser mutilada en beneficio de la otra.

La metamorfosis del artista

Hay un fragmento de su historia personal que se parece a la aventura. Usted vivía en Praga cuando el III Reich resolvió anexarse a Checoslovaquia. Y estuvo allí cuando empezó el periodo de ocupación, bajo la dictadura de Heydrich ¿De qué manera influyó esa etapa sobre su formación?

—Los nazis vetan mis estudios de escultura e historia del arte, pero permiten, en cambio, que yo estudie química. Yo había iniciado el aprendizaje de la química para satisfacer a mi padre, y ella acabó por convertirse en mi profesión. Me sumergí en la clandestinidad y emergí con otro nombre en Alemania. Hacia fines de 1942, en Berlín, yo había adquirido una posición de cierta relevancia por mis trabajos científicos. Pude establecer ciertos contactos con los servicios de información de los aliados y deslizar datos a través de ellos. Como pensaba que de todas maneras no sobreviviría, me volví extremadamente audaz. Nada podía ser más peligroso que vivir en Berlín bajo una identidad falsa y afrontando, por añadidura, cuatro bombardeos diarios.

¿Y no había en usted ni la sombra de una debilidad?

—Por lo contrario, soy muy débil. Y como lo sabía, llevaba siempre conmigo una cápsula de cianuro. La llevaba a la boca cada vez que enfrentaba una situación difícil. No hubiera soportado la tortura. Soy cobarde ante eso. Hubiera preferido el suicidio.

¿Qué tipo de información pudo deslizar hacia las fuentes aliadas?

—Detalles sobre mis trabajos de investigación junto a Werner Von Braun, fórmulas secretas que yo conocía parcialmente… Conservo algunas documentaciones sobre esa etapa de mi vida.

Y al concluir la guerra regresó usted a Praga.

—Sí. Teníamos allí una empresa familiar que manejaba mi hermano. Comencé a colaborar con el gobierno en la reconstrucción de Checoslovaquia, hasta que, en 1948, tras la renuncia del presidente Eduard Benes, los comunistas tomaron el poder. Me incorporé a un grupo de resistencia, integrado por trece hombres: once murieron, otro fue condenado a una larga prisión. Yo logré quedar a salvo porque tres días antes de que nuestro grupo fuera descubierto salí al exterior para cumplir una misión oficial. Llamé por teléfono a mi oficina, desde París, y una secretaria me informó que dos agentes estaban aguardándome. Le respondí: “Diles a esos señores que no regresaré”.

Destino: Venezuela

Fue en ese instante preciso cuando su vida se partió en dos y cuando el pasado comenzó a ser aventado por el peso del futuro. Salir de Praga fue una imposición del destino. Llegar a Venezuela, una elección personal. ¿Por qué Venezuela?

—Un tío que vivía en Estados Unidos nos había sugerido cierta vez, a mi hermano Lothar y a mí, que instaláramos en Caracas una fábrica de productos químicos. Sus estudios previos nos dejaban librados dos países a nuestra elección: Filipinas y Venezuela. Optamos por Venezuela sin vacilar, porque: a) no teníamos más dinero, y el pasaje costaba menos: b) en Praga había leído, traducidas al checo, las novelas de Rómulo Gallegos y Antonio Arráiz: a través de ellas conocía el país. Filipinas, en cambio, era una incógnita absoluta.

Sé que los primeros tiempos fueron difíciles, y sus primeros trabajos, oscuros y menores. No sé, en cambio, cómo salvaron, usted y su hermano Lothar, el problema de incomunicación: ambos no hablaban, creo, el español.

—Durante los primeros tres o cuatro meses, me ejercité en diversos oficios: vendí café en el hipódromo y relojes en El Silencio. Quería probarme a mí mismo si era capaz de vender algo. Descubrí mi completa incapacidad. Con el idioma, las cosas fueron más simples. En aquella época, El Silencio era la torre de Babel.

Por exótica que fuera la lengua, siempre había alguien que podía entenderla. No faltó, por cierto, quien supiera comunicarse conmigo en checo, en ruso, en alemán o en inglés.

Al cabo de ese tiempo, supongo, ambos su hermano y ustedse sintieron ya seguros de emprender la aventura de la primera fábrica.

—O la odisea, más bien, de la cual nacería Pinturas Montana. Yo tenía, como científico, solo conocimiento teórico sobre el tema. Pero mi hermano Lothar sí era un experto; había manejado en Praga una fábrica de pintura en polvo. Nuestra pobreza era entonces extrema: recuerdo muy bien que bebí mi primera Coca-Cola el día en que comenzó el trabajo de la fábrica. Once personas vivíamos en una pequeña quinta de tres dormitorios, en Chapellín.

¿Con qué capital arrancaron?

—Recibimos de mi tío un préstamo de 150 mil bolívares. Más tarde, en la doble calidad de préstamo y un adelanto de herencia, recibimos 300 mil bolívares más. Pero en ambos casos, tuvimos que devolver el dinero, pagando un interés altísimo.

¿De dónde provino el nombre de Montana?

—Es muy simple. Montana era el nombre de nuestra fábrica en Praga. Ya ve usted que siempre tuvimos poca imaginación.

¿Cómo organizaron la distribución de las pinturas?

—Queríamos encomendar la distribución a Eugenio Mendoza. Hablamos con él en septiembre de 1949. Dos meses más tarde, un funcionario de su empresa se reunió con nosotros y nos dijo: “He visto lo que ustedes están construyendo y tengo una excelente impresión. Estoy dispuesto a que firmemos el contrato”. En aquella época nosotros teníamos solo el terreno en Los Cortijos de Lourdes: ni siquiera lo habíamos cercado. Y la excelente impresión que habíamos recibido de aquel funcionario no era de nuestra fábrica, sino de otra, situada al frente. De todas maneas, él no se equivocó, ¿no es cierto?

Así, la fecha de nacimiento de sus empresas podría fijarse hacia noviembre de 1949.

—Sí, aunque solo seis semanas más tarde salió de Los Cortijos de Lourdes el primer camión cargado con nuestra pintura: el 4 de enero de 1950. Tropezamos con ciertos contratiempos, por supuesto; una madrugada, tras 16 horas de trabajo continuo, metí el dedo mayor de la mano derecha en una máquina. Como puede ver, lo tengo más corto desde entonces.

Las cajas chinas

Es frecuente, por cierto, que cuando una empresa se expande, surja la necesidad de crear otra empresa lateral para no depender de los proveedores.  Y luego otra más, y otra, como si fuera una sucesión de cajas chinas. Así ocurrió con Montana. Pero, ¿de qué manera?

—La esposa de mi hermano y mi exesposa se ocupaban, en los comienzos, de imprimir etiquetas para las pinturas en una máquina plana, bastante rudimentaria, que yo había comprado con dificultad. El ritmo de producción era muy intenso, y a mi exesposa solían acometerla unos dolorosos calambres cuando pedaleaba. Yo instalé entonces un sistema de velocidad variable, para regular el ritmo.

Esa fue la base de Montana Gráfica. La máquina está allí todavía: una pequeña placa recuerda que así comenzamos, en 1950.

Montana Gráfica surgió por la necesidad de imprimir en casa las etiquetas. ¿Acaso Frica, la fábrica de jugos, nació luego por la necesidad de llenar los envases?

—Claro que no. Hubo otro estímulo: yo me aburría. En mi trabajo yo no encontraba suficientes desafíos, y temía aletargarme. No hay peor situación para un empresario que la de la rutina. La rutina engendra errores, porque induce a una pérdida total de la perspectiva. Frica surgió de una manera curiosa. Cierto día, Luis Beltrán González, presidente de la agencia Corpa, me informó que era posible comprar, por una suma razonable, una empresa en quiebra. Mis socios me aconsejaron que no lo hiciera: parecía imposible reconstruir aquella ruina. El aburrimiento me decidió: la compré yo, personalmente, y en seguida advertí que Frica había sido una excelente idea puesta en práctica a destiempo.

¿Y las otras empresas del grupo?

—Algunas nacieron para que un ejecutivo tuviera ocasión de realizarse personalmente: otras, simplemente, resultaban lógicas.  En esta época, procuramos conducir el conjunto con orden, según las conveniencias de diversificación.

Filosofía de la empresa

¿Cree usted que una empresa puede, por sí misma, cumplir la misión que se ha impuesto, o que está de algún modo sometida a presiones o intromisiones políticas?

—Hay poquísimas empresas –por no decir ninguna—absolutamente privadas, en términos estrictos. Muchas, la mayoría, están sujetas (no sometidas) al poder del Estado. Otras, son manejadas por tecnócratas que son un poder per se.

¿A quién llama usted tecnócrata?

—No empleo la palabra en un sentido peyorativo. Designo con ella a las personas que tienen poder porque están en la posición adecuada. Pero quiero añadir algo: hay un tercer tipo de empresas que representan el poder y los intereses de sus dueños. Pero una empresa acaba convirtiéndose siempre en un ser con sus propias necesidades, por encima de las necesidades de los accionistas o de los propietarios.

¿Montana el grupo Montanaestá acaso en esta situación? ¿La empresa tiene una vitalidad independiente de las necesidades de sus dueños?

—Sí, por cierto. Antes yo estaba protegido allí contra cualquier contingencia: nadie me podía sacar. Pero creo que para continuar en mi posición el mero poder no es suficiente. También es preciso que mis decisiones estén asistidas por la razón. Para preservar la empresa —para preservarla de los errores que yo podría cometer— pedí que se cambiaran los antiguos acuerdos, para que a través de un procedimiento muy simple (la votación de 4 a 5 personas) yo pueda —en ese caso—ser relevado de mis funciones.

En el cuerpo vivo de la empresa, usted ha creado, pues, sus propios anticuerpos.

—Así es. La empresa me sirvió a mí un día. Si yo ahora no le sirviera a ella, debo ser excluido. La empresa no tiene por qué ser arrastrada por mí a la muerte. Tiene que sobrevivirme.

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