La voz de los fantasmas

Es como una conversación a ráfagas, rebanada por una brisa caliente y fuerte en el frente de una casa encalada. Cuentos que con frecuencia esconden una médula de horror o de misterio, dichos con pocas, curiosas palabras, con el lenguaje de quien se queda dormido, del que contempla una pesadilla o del que vive, por…

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Es como una conversación a ráfagas, rebanada por una brisa caliente y fuerte en el frente de una casa encalada. Cuentos que con frecuencia esconden una médula de horror o de misterio, dichos con pocas, curiosas palabras, con el lenguaje de quien se queda dormido, del que contempla una pesadilla o del que vive, por una vez en su existencia, un momento de absoluta lucidez.

El estilo que Alfredo Armas Alfonzo (Clarines, 1921; Caracas, 1990) desplegó en su libro más conocido, El osario de Dios, es el de los grandes maestros. Supone uno, desde el lado de los que admiran, que esa gente escribe mucho y después corta, refina, destila. Al final, les queda esa especie de whisky de malta de la prosa, una escritura sin un átomo de grasa, sin una imperfección. Hemingway lo hacía parecer fácil, pero no lo es, en absoluto. Esa brevedad de Armas Alfonzo es lo que hizo grande a Juan Rulfo y los que muchos autores intentan conseguir, pero sólo pocos pueden.

También lo hizo grande, a AAA, la mirada, entornada como no podía ser de otra manera ante la resolana de esa llanura de Anzoátegui en la que él nació, y que crió sus caudillos, sus espectros y sus maravillas hasta que la modernidad venezolana la agujereó con sus mecheros de gas y sus carreteras hacia Guayana. Este hombre logró el modo de escribir sobre esos paisajes y esas personas con un acento de ahí, con una indudable conexión con ese mundo que le daba credibilidad y le salvaba de la pedantería, pero al mismo tiempo con la capacidad de ser universal, de sintonizar esas historias en la corriente global de la gran literatura. Otro escritor de un desierto venezolano, Luis Alberto Crespo, ha perpetrado la misma hazaña pero desde la poesía y ante los barrancos de Lara.

Vuelvo a El osario de Dios cada tanto, siempre para maravillarme con la calidad de su prosa y para lamentar que no se le conozca más. Puede que haya momentos en que uno no quiera saber más de jefes a caballo, de mujeres rotas a la orilla del camino y de saqueos disfrazados que se hacen llamar revoluciones, pero el brillo del buen arte está por encima de esas aversiones. Armas Alfonzo junta estos relatos que a veces son de cinco líneas, uno tras otro, y con eso compone un mundo, con personajes que se relacionan, con varias épocas que se funden en una sola mancha amarilla de pasado. Es una Venezuela que ya no existe, aunque resuene en los cuentos de los abuelos o en ciertas costumbres o vicios resistentes como el palo de guayaba. Una Venezuela que no se añora, sin leyenda dorada, pero muy provechosa como material literario. El osario de Dios es literatura por sí misma, no un libro sobre el oriente venezolano que nos dice cómo debía ser, cómo debe ser ahora. Aquí no hay nostalgia ni didactismo; sólo belleza. Una belleza oscura, rodeada de crueldad, polvorienta, que sin embargo es tremendamente moderna.

Circula muy mal la información entre nosotros; estamos más ocupados en quejarnos de que no nos leen que en leer a los nuestros. He aquí un gran autor que, si bien se respeta y se recuerda, se consigue poco. Un autor para aprender a escribir, para rescatar y mantenerlo cerca. Su cementerio de penosas criatura está bien cuidado, entre sus líneas. Peores fantasmas andan por ahí, en el siglo xxi.

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