Las estatuas imaginarias de Nikola Tesla
El narrador Fedosy Santaella repasa la vida de este impresionante personaje, uno de los grandes inventores de la historia moderna, que vuelve a ser objeto de atención aunque sigue faltando la gran novela que cuente su epopeya persona

Alguna vez en Nueva York caminé por una calle dedicada a Nikola Tesla. Seguramente la gente que por allí transitaba no tenía la más mínima idea de quién era el tal Tesla. En su pueblo natal, en las cataratas de Niágara y en Long Island, se alzan estatuas conmemorativas que le rinden homenaje. Pero la gente pasa frente a ellas como si nada. Al igual que los pasajeros del aeropuerto de Belgrado, a quienes poco les importará que lleve el nombre de tan singular científico.
No obstante, la vida y obra de Tesla son realmente memorables. No sólo las conocidas, sino también las imaginadas, porque en torno a él se ha tejido una copiosa mitología de momentos dignos de ser llevados a la ficción: proyectos secretos, armas letales, extraterrestres y conspiraciones constituyen la leyenda de un genio olvidado, a quien la imaginación le ha pagado mejor que la realidad.
Tesla era en extremo prepotente. Estaba convencido de su genio, y no estaba equivocado. Gracias a él tenemos la radio (él fue su verdadero inventor), el control remoto, la corriente eléctrica que usamos hoy día, el radar, el encendido de los autos, la robótica y más de 1.600 patentes con inventos fundamentales del siglo xx.
No obstante, su nombre ha sido borrado de la historia, tal vez por la naturaleza hiperbólica de su imaginación. En 1901, en un artículo titulado «Hablando con los planetas» (Collier’s Weekly, febrero 19), aseguró que en 1899 fue contactado por extraterrestres a través de ondas de radio en su laboratorio de Colorado Springs. «Crece dentro de mí el sentimiento de haber sido el primero es escuchar los saludos de un planeta a otro», dijo. Para muchos, este particular artículo marca su salida de la comunidad científica, así como el comienzo de su aniquilación histórica. Pero no cabe duda de que, como material para una novela, resulta sumamente valioso.
En The Prestige (2006) de Christopher Nolan, David Bowie interpreta a Tesla, quien inventa en el film una máquina que desintegra y transporta en el espacio una chistera y un conejo. No es gratuita esta escena. Se fundamenta en el supuesto Proyecto Arco Iris, o Experimento Filadelfia, del que se dice Tesla fue director por un tiempo. Según la leyenda, consistía en la construcción de un dispositivo que haría invisible a la armada norteamericana. Se dice que en 1940 Tesla logró curvar la luz alrededor de un destructor —el USS Eldridge— y así lo hizo desaparecer del radar y hasta de la vista de todos. El barco se materializó unos segundos después, pero aquel logro terminó en desgracia cuando algunos tripulantes aparecieron empotrados en las paredes del barco, y otros terminaron con violentos dolores de cabeza.
Otra leyenda le atribuye la gran explosión de Tunguska en Rusia, en 1908. Por aquel entonces, el célebre explorador Robert Peary realizaba la primera excursión exitosa al Polo Norte. Se dice que Tesla le escribió un telegrama que decía (¿había oficinas de telégrafo en el Polo Norte?): «Amigo Peary, voy a mandar un rayo cerca de donde estás». Peary no vio nada, pero ese día señalado ocurrió la descomunal explosión en un bosque de Tungunska, misterioso estallido al que aún no se le ha encontrado un razonamiento fulminante.
El verdadero
Nikola Tesla nació a el 9 de julio de 1865 en Smiljan, en la llamada Frontera Militar del imperio austrohúngaro. Sus padres, Milutin Tesla y Duka Mendic, eran serbios. Milutin vivía para su vocación de reverendo de la iglesia ortodoxa lugareña; aunque tenía fama de poeta y de buen escritor. Duka era una mujer muy inquieta y gustaba inventar aparatos para el hogar, como una batidora de huevos, por ejemplo. El muchacho tomó los caminos de la madre y se fue por la carrera de ingeniería eléctrica, pero con artículos como aquel donde habla de su contacto extraterrestre bastaría para poner en relieve su talento como creador de historias. En The Lost Journals of Nikola Tesla, su autor, Tim Swartz, nos dice que un supuesto Dale Alfrey compró en una subasta —por 25 dólares— cuatro baúles llenos de papeles, creyendo eran apuntes de un escritor de ciencia ficción, y que al final resultaron ser de Tesla. Alfrey se dio cuenta de que estaban incompletos, mandó mensajes por Internet a distintos foros, buscando conocedores del tema, y tres hombres de negro se metieron en su casa y le arrebataron los papeles y el disco duro de la computadora.
Aquello que supuestamente rescató Alfrey de su memoria, y que luego le fue dado a conocer a Swartz, nos muestra a un Tesla enloquecido con aquellas señales extraterrestres que descubrió en 1899. Al parecer, creía que criaturas de otro planeta estaban secretamente en la Tierra para acabar con ella a través del calentamiento global, y él debía crear dispositivos para defendernos. Así, si le hacemos caso a Swartz, Tesla también sería el abuelo de los movimientos ecologistas. ¿Qué no haría nuestro un buen narrador con esta otra historia?
Se sabe que Tesla mostró a temprana edad sorprendente habilidad matemática y una extraordinaria capacidad para memorizar libros. Aprendió además varios idiomas y se dedicaba tanto al estudio que se debilitaba físicamente. Pero él continuó y se educó en Gratz, ciudad universitaria por excelencia, y luego en Praga. Estuvo en Budapest, luego en París. Vivía enfermo de tanto trabajar, pero finalmente, en 1882 inventó el motor eléctrico de corriente alterna. Muchos otros habían tratado de hacerlo, pero finalmente él lo logró al crear un campo magnético rotatorio. En 1884 se trasladó a Nueva York y conoció a otro hombre de ciencia: Thomas Alva Edison. Tenía 28 años, muy poco dinero y una carta de recomendación escrita por uno de los socios de Edison en Europa. La carta comienza así: «Querido Edison: conozco a dos grandes hombres y usted es uno de ellos. El otro es este joven».
Edison lo puso a resolver algunos asuntos con los generadores de corriente continua o directa (la patentada por Edison), y le ofreció una prima de 50.000 dólares. A poco menos de un año, Tesla resolvió el asunto y pidió el dinero prometido. Dicen que Edison soltó una carcajada y le dijo que todo había sido una muy común broma americana, y que debía empezar a acostumbrarse al humor de aquellos lados. Tesla monta un laboratorio propio en la calle Houston de Nueva York, donde perfecciona el motor de inducción de corriente alterna.
Pero sólo a partir de 1887 sus días comienzan a mejorar. George Westinghouse, científico pero sobre todo empresario, le compra las patentes de corriente alterna por 60.000 dólares, le ofrece empleo como asesor técnico y le otorga un porcentaje de regalías. Junto a Westinghouse, Tesla se enfrenta a Edison en la «guerra de las corrientes», en la que se disputaron el dominio definitivo del negocio eléctrico en EEUU. Edison tenía mucho que perder y jugó muy sucio. Por cualquier medio buscó demostrar que la corriente alterna era peligrosa; de hecho, propulsó la construcción de la silla eléctrica con este tipo de electricidad, y en demostraciones públicas electrocutó con ella gatos, perros y hasta elefantes.
La Feria Mundial de Chicago de 1893, que debía estar magníficamente iluminada, fue un momento decisivo. Westinghouse presentó un presupuesto por la mitad lo que pedía General Electric. Después, la Niagara Falls Power Company le encargaría darle luz a la ciudad de Buffalo. Con esto, la guerra de las corrientes llegaría a su fin. La corriente continua de Edison requería de mayores costos.
El hombre de mundo
Ya para entonces Tesla era toda una celebridad que se codeaba con los grandes de la farándula y la cultura. Era invitado a dar charlas por todas partes. Sus excentricidades y manías eran harto conocidas, como la obsesión por tener todo de a tres:. tres tenedores, tres cuchillos, tres manzanas. Se lavaba las manos constantemente y no había perdido la costumbre de trabajar sin detenerse. No obstante, la guerra de las corrientes había exprimido los recursos de Westinghouse, y daba vueltas el tiburón J.P. Morgan, ansioso de hacerse con el negocio. Morgan hizo correr falsos rumores de que Westinghouse pendía al borde la quiebra, la empresa cerró y al poco tiempo Morgan acude a Tesla. Asegura mecenazgos y le escucha sus proyectos. Uno de ellos le sonará a campanitas de millones de cajas registradoras: crear una gigantesca torre de corriente inalámbrica, que fuese al mismo tiempo un transmisor transatlántico de ondas de radio y de telefonía.
Entonces comenzó la construcción de la famosa torre de Wardenclyffe. Para ello, Morgan aportó 150.00 dólares. Con esa torre-bobina Tesla pretendía sacar energía de un punto cero, del aire, de la nada, lo que resultaba (y resulta) realmente innovador y descabellado. Cuando Morgan quiso ver los resultados, nada obtuvo. El detallismo maniático de Tesla no le había permitido terminar el proyecto. Las cosas empeoraron cuando el gigante de los remos se enteró de que Tesla pretendía que esa electricidad inalámbrica fuese un bien universal, sin ganancias para nadie. Por supuesto, cuando Tesla pidió más dinero, se lo negaron. Después siguieron desperfectos e incendios que empeoraron la situación. La propiedad cerró en 1908, y en 1917 la torre de 57 metros de largo y 20 de diámetro fue dinamitada por orden del gobierno. Se temía que los alemanes pudieran estarla utilizando.
Con el tiempo, Tesla caería en la pobreza y el olvido. Vivía de un hotel en otro, huyendo de sus deudas. En 1934 encontró una pequeña tabla de salvación. A cambio de que cesara la demanda de violación de sus patentes de inalámbricos, la Westinghouse le otorgó un sueldo mensual como consultor. Ya para entonces sus manías se lo tragaban. Al final, le quedaron las palomas, que él mismo cuidaba y alimentaba. Murió en 1943, a los 86 años. Solitarias quedaron aquellas palomas, unas muy parecidas a las que ahora deben cagar sus estatuas. No obstante, hay otras estatuas que permanecen incólumes: las que en su honor ha erigido la imaginación de los hombres, y que juntas constituyen los capítulos de esa gran novela sin escribir donde la realidad y la ficción viven sin conflicto.
>>Turner acaba de publicar en España la primera biografía en castellano del inventor de la radio: Nikola Tesla, el genio
al que le robaron la luz, de Margaret Cheney.