Madre hay una sola
Vera Yevseievna Slonin, la esposa de Nabokov, la madre de Lolita y de Dimitri, llama la atención de biógrafos y novelistas 30 años después de su muerte. Fue la compañera excepcional de un escritor que transformó el mapa de la literatura del siglo veinte. La checa Monika Zgustova compone un fresco con momentos de la

15 de diciembre del 2021
Por Sergio Dahbar
Los años pasan, pero Vera Yevseievna Slonin sigue presente en el Olimpo literario por diversas razones fundamentales y una extravagancia: cargar una pistola Browning en su cartera. En 2021 se cumplieron 30 años de su muerte en Suiza. Sus últimos días fueron difíciles de atravesar. Tenía Parkinson, llevaba un marcapasos, sufrió una fractura de clavícula, y apenas podía ver y oír. Falleció el 7 de abril de 1991 en el hospital de Vevey. Sus cenizas fueron enterradas en la misma tumba de su marido, Vladimir Nabokov, con quien formó una de las parejas literarias más enigmáticas y fascinantes de la historia de la literatura.
La memoria de Vera cada tanto salta a la notoriedad, porque se recopilan las cartas apasionadas que le enviaba su marido desde la Provenza francesa, cuando iba a recoger melocotones y ya la vislumbraba en su deseo; porque escriben biografías que indagan una y otra vez en la compleja relación que estableció a lo largo de 52 años de matrimonio con Vladimir Nabokov; y porque en 2020 una checa radicada en Barcelona, España, Monika Zgustova, escribió una novela (Un revólver para salir de noche, Galaxia Gutenberg) que expresa su fascinación por el lugar que ocupó Vera en la vida de uno de los genios literarios del siglo veinte.
Como una pelota que se hunde en el agua y vuelve a salir con más fuerza que la vez anterior, la figura de Vera domina todas las escenas posibles. Se conocieron personalmente (antes sabían el uno del otro porque venían de familias acomodadas de San Petersburgo) el 8 de mayo de 1923 en Berlín, en una fiesta de disfraces para recaudar fondos a favor de los exilados rusos. Dos años más tarde se casaron, en la soledad de un exilio que comenzaba a asomar en el horizonte los nubarrones de la intolerancia. Para salvarse tuvieron que huir de San Petersburgo, Berlín y París, tres escenarios afectivos que dejaron atrás a medida que maduraban.
En 1940, después de sobornar funcionarios, comprar pasajes con regalos de los amigos, a trompicones con un hijo de seis años, llegaron a Estados Unidos, con 100 dólares y una fiebre muy alta que no dejaba en paz a Vladimir Nabokov. El nuevo mundo no era tan agradable como muchos extranjeros pensaban, y más si tenías que vivir en apartamento mínimo, sin dinero. Ambos eran hijos de familias que no habían tenido apremios, trilingües, educados por institutrices, o en academias para millonarios. Ocho años tardaron en convertirse en estadounidenses y en pertenecer al staff de profesores de la universidad de Cornell. Mientras lo lograban, tuvieron que dar clases de francés o de tenis, traducir documentos y encargarse de aquellos detalles cotidianos que Nabokov odiaba con toda su alma.
Aunque en Berlín Vera ya había mostrado su talante para mantener el hogar y criar a Dimitri, realizando traducciones para la editorial Orbis de su padre, fue en Estados Unidos donde edificó el mito de la esposa inseparable que parecía desprenderse de una de las narraciones de hechicero de Nabokov. Se convirtió en su esposa, su primera lectora, su agente, su mecanógrafa, su portavoz, su archivadora, su traductora, su administradora, su musa, su ayudante de enseñanza, su chofer, su guardaespaldas, la madre de su hijo y la protectora de un legado que no dejó de crecer a partir de la publicación de Lolita (1955), después de que editoriales americanas (Viking, Simon & Schuster, New Directions, Farrar, Straus, y Doubleday) rechazaran el manuscrito.
Nabokov se consideraba una persona inútil para los asuntos cotidianos. Se jactaba de no haber aprendido nunca a escribir a máquina, conducir, hablar alemán, encontrar un objeto perdido, responder el teléfono, doblar planos, abrir paraguas, y darle la hora a un desconocido. Su genialidad se reducía al campo del arte, de la creación, de la transfiguración de las cosas conocidas de una manera diferente, para alcanzar el dominio de lo insólito. La vida era una confusión irremediable de la que debía ocuparse Vera. Él prefería aclarar que el Nabokov vivo, el que respiraba y tomaba el desayuno, era el pariente pobre del millonario que vivía en Suiza.
En Cornell los estudiantes nunca pudieron olvidar la imagen de la mujer que acompañaba a aquel profesor que había destrozado a Dostoievski en una clase. Y si se acordaban de una frase canónica (“los buenos libros no deben hacernos pensar sino estremecernos’’), no podían desprenderse de la imagen de la esposa sentada en la primera fila como una custodia irreductible. Ella permanecía inconmovible cuando él la llamaba -maliciosamente- su “asistente’’: movía el pizarrón, dibujaba el rostro ovalado de Madame Bovary, ponía notas, o transcribía los apuntes de las clases de literatura.
Cuando Nabokov le envió la primera carta a la mujer que le robó el corazón, era un poeta sin dinero en Berlín, aristócrata mujeriego que soñaba con la Rusia de su infancia. Cuando le mandó la última línea, era ya un escritor estadounidense, adinerado, que vivía en un hotel de Suiza, al lado del lago Leman. Entre esas dos correspondencias, sobresale una obra maestra de la literatura, la pérdida del país natal y de un continente en el que era conocido, y una vida matrimonial de cincuenta y dos años. Vera también sufrió una mutación: de la ficticia Madame Bertran que inventó para ocultarse de los padres de Nabokov, a la verdadera Vera Nabokov inscrita en el mármol de Montreux, la mujer que negociaba derechos y traducciones, que arreglaba los contratos de las conferencias y las clases, la contadora que establecía la forma de gastar el dinero que les permitió vivir en un hotel sin tener que ocuparse de otras distracciones cotidianas.
Hay una faceta sin duda novelesca en Vera. Lo que Nabokov llamaba su “neurosis comunicativa’’. Escribía muchas cartas. Con el tiempo ella consiguió acomodar su voz a la de Nabokov, a quien no le gustaban las comunicaciones con terceros. A veces las cartas las firmaba el escritor, otras su esposa, y unas terceras una secretaria imaginaria que también escribía piezas contundentes y definitivas. Cuando Nabokov escribía en el asiente trasero del Olsdmobile, Vera pasaba en limpio ese manuscrito. Nunca cambiaba el texto. Solo escribía sus comentarios al margen, que tenían un peso esencial en la creación de su marido. Cuando él lanzó el original de Lolita a la basura en Ítaca, Estados Unidos, ella fue la testigo muda que lo rescató para guardarlo y darle espacio para que meditara sobre lo que le producía temor o duda.
Cuando el lector se acerca a Cartas a Vera (Vladimir Nabokov, editado y traducido del ruso por Olga Voronina y Brian Boyd. RBA, 2015), entiende que compartían una complicidad poco común. En una frase inicial de esa correspondencia fechada en 1923, Nabokov escribe: “No lo esconderé. No estoy acostumbrado a ser… bueno, entendido’’. Meses más tarde: “Sí, te necesito, mi cuento de hadas… Porque eres la única persona con la que puedo hablar sobre la sombra de una nube, sobre la melodía de una idea y sobre cómo hoy, mientras iba a trabajar, he mirado un girasol a la cara y él me ha sonreído con todas sus semillas”. Un año más tarde: “Sabes, somos terriblemente parecidos’’. En el mismo 1924 aclara: Tu y yo somos tan especiales, los milagros que conocemos nadie los conoce, y nadie ama como amamos’’. En algún punto confiesa estaba dispuesto a darle “toda mi sangre’’. Siempre sintió, aún al final, que habían tenido un matrimonio “sin nubes’’.
Como bien anota la periodista estadounidense Judith Thurman, no queda duda de que la señora Nabokov se interesó en cada triunfo, dolor de muelas y huevo frito de su marido, pero también es cierto que no sabemos qué pensaba. Meticulosamente, destruyó todas las cartas a Vladimir. Y uno puede especular con los escrúpulos de Vera a la hora de exterminar sus pensamientos, sus estados de ánimo y quizás asaltos de cólera. Lo cierto es que sin esas cartas no hay verdad final sobre Vera. Muy a pesar de la empatía que muestra Monika Zgustova en su novela por una mujer fuera de serie. Una ficción que vale la pena leer.
Ya residenciados frente al lago Leman, la escritora checa imagina diferentes momentos en la vida de esta pareja que se salvó del holocausto, sobrevivió a la pobreza y a las infidelidades de Nabokov, y alcanzó la fama y la fortuna inimaginables, con una novela que en su momento albergó un malentendido (ser un libro erótico) cuando en verdad se trataba de una obra maestra que no ha dejado de crecer desde 1955.
Vera fue testigo de lo que la creación de su marido, como un hechicero que descubre el fuego por primera vez. Pero fue algo más que testigo. Vera fue la madre de Nabokov, de Lolita y de Dimitri. Sin su imperturbable presencia, su pelo blanco, su magnetismo (“dotada sutilmente del don de ser recordada’’, como describe Nabokov a la Clara de La vida real de Sebastian Knight), nada de toda esta historia hubiera podido ser posible.
Los orígenes de Lolita
Los detectives literarios, como los llama John Banville, han rastreado el origen de Lolita en el año 1916. Michael Maar, uno de los grandes críticos alemanes, recupera en The Two Lolitas un cuento del joven escritor Heinz von Lichberg, que también fue periodista y simpatizante nazi. En ese relato un hombre culto de mediana edad se enamora de una joven menor de edad, hija del dueño de la casa donde se hospeda en España. Maar no llega a la exageración de acusar a Nabokov de plagio, pero establece una relación absolutamente legítima. Nabokov vivió en Berlín entre 1922 y 1937. Es muy posible que Nabokov haya conocido la reputación de Lichberg y quizás hasta leído el relato. El otro referente data de 1948. Se trata de un hecho real. Frank La Salle, mecánico de 50 años, se hizo pasar como agente del FBI y secuestró a Sally Horner, una niña de 11 años. La mantuvo en cautiverio 21 días. Fue rescatada, pero murió dos años después en un accidente de carro. Tanto la ficción de Lichberg como el caso de Sally Horner gravitan sobre la creación de Lolita como un enigma imposible de resolver.