Sesenta años de deleitables terrores

Ray Bradbury es uno de esos narradores estadounidenses inmensamente longevos y abrumadoramente productivos, en un país que ha dado muchos narradores que viven mucho y publican más, tal vez demasiado. El 22 de agosto pasado cumplió 90 años y según Wikipedia lleva publicadas en inglés once novelas y 43 selecciones diferentes a partir de sus…

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Ray Bradbury es uno de esos narradores estadounidenses inmensamente longevos y abrumadoramente productivos, en un país que ha dado muchos narradores que viven mucho y publican más, tal vez demasiado. El 22 de agosto pasado cumplió 90 años y según Wikipedia lleva publicadas en inglés once novelas y 43 selecciones diferentes a partir de sus más de 400 novelas cortas o relatos. Es conocido sobre todo como un autor de ciencia ficción, aunque no es eso lo único que ha hecho, pero esa fama que tiene en ese género tan injustamente mal considerado no es en absoluto inmerecida, puesto que Bradbury firmó una de las grandes novelas distópicas con que cuenta la cultura contemporánea, Fahrenheit 451 (originada a su vez en un cuento suyo, “El peatón”, y causante de otra maravilla, la versión fílmica de François Truffaut) y una verdadera joya que quizá esté un poco olvidada, Crónicas marcianas.

El que hoy estemos seguros de que Marte no está ni ha estado nunca habitado, y hayamos visto las imágenes de los robots que se han arrastrado por su ventosa superficie, no resta para nada encanto a estas ficciones de la época en que las buenas familias temblaban ante la idea de que de ese trémulo lunar rojizo en el cielo nocturno bajaran los emisarios del fin del mundo. Original de 1950, se trata de un libro que puede ser considerado tanto novela como constelación de cuentos emparentados, a su vez ligados a muchas otras obras ajenas a través de un montón de referencias más o menos explícitas. No debe haber muchos ejemplos en la literatura de cómo la invención de unas pesadillas puede producir tanto goce. Bradbury imaginó a un planeta rojo al que se le empieza a colonizar sólo para descubrir que es como un infierno más remoto, un ámbito donde se han materializado algunos de los mayores temores humanos. El tema común a la ciencia ficción, las consecuencias del progreso técnico –el castigo a Prometeo– florece aquí en pasajes inolvidables, como el de los astronautas que llegan a un pueblo lleno de los seres queridos que han perdido, que les sirven la cena y los invitan a pernoctar en confortables habitaciones de huéspedes, para emerger luego en medio de la noche como lo que en verdad son: extraterrestres asesinos que controlan las mentes de los humanos invasores para llevarlos a una trampa, una suerte de Viet Cong con poderes mentales.

Por esta vez, puede decirse que los lectores del texto en inglés podrán sentirse salvados de los riesgos de la traducción, pero no que debamos envidiarlos, pues ellos se pierden lo que sí tiene la versión en castellano, en la edición de Minotauro: el incomparable prólogo de Jorge Luis Borges. Quien suscribe lo ha usado para enseñar a los estudiantes de periodismo los muchos usos del punto y coma, y también para aprender cómo se presenta, magistralmente, una obra maestra. Borges enumera siglos de literatura lunar antes de interpelarnos: “¿Qué ha hecho este hombre de Illinois, me pregunto, al cerrar las páginas de su libro, para que episodios de la conquista de otro planeta me llenen de terror y de soledad? ¿Cómo pueden tocarme estas fantasías, y de manera tan íntima? Toda literatura (me atrevo a contestar) es simbólica; hay unas pocas experiencias fundamentales y es indiferente que un escritor, para transmitirlas, recurra a ‘lo fantástico’ o a ‘lo real’, a Macbeth o a Raskolnikov, a la invasión de Bélgica en 1914 o a una invasión de Marte. ¿Qué importa la novela, o la novelería de la science-fiction? En este libro de apariencia fantasmagórica, Bradbury ha puesto sus largos domingos vacíos, su tedio americano, su soledad, como los puso Sinclair Lewis en Main Street (…) Hacia 1909 leí, con fascinada angustia, en el crepúsculo de una casa grande que ya no existe, Los primeros hombres en la Luna, de Wells. Por virtud de estas Crónicas, de concepción y ejecución muy diversas, me ha sido dado revivir, en los últimos días del otoño de 1954, aquellos deleitables terrores”.     

Nosotros podemos revivir no tanto los miedos de Marte –es nuestro propio planeta el que nos los causa, no hay que buscarlos tan lejos– sino el placer de la imaginación, la lectura como regalo para uno mismo. Es uno de esos libros que uno quiere tener siempre cerca, para leérselo a los hijos o repasarlo de vez en cuando. Han pasado 60 años y a las Crónicas marcianas les han salido otros aromas y colores, como a los vinos de guarda, que no tenían cuando salieron a la calle en el año de la Guerra de Corea. Otros miedos y otros combates nos rodean en el presente, pero esos perturbadores episodios en Marte todavía pueden merecer nuestros trasnochos.

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