El efecto Kubrick

Sergio Dahbar reflexiona sobre la enigmática personalidad de Stanley Kubrick, así como sobre su sólida obra y el volumen que la analiza. Toda una trama digna de llamarse El efecto Kubrick

Enigmático y reservado, el anecdotario de Kubrik es tan interesante como su filmografía.

 

Hace algunos años rocé una de esas historias que parecen escapar de un rulo fantástico cotidiano. Sentí que había atravesado el muro que comunicaba de repente con la dimensión desconocida. Me encontraba en Colombia y acompañé a un amigo que buscaba libros sobre el arte de la argumentación a la librería Lerner, en el Norte de Bogotá. Mientras él dejaba correr su lector óptico por los estantes fronterizos a la filosofía y la semiótica, yo advertí un libro negro ubicado en la parte más alta de una biblioteca cercana a la caja registradora. Parecía un folleto, absolutamente sobrio, sin ilustración en tapa. Sólo tenía impresas en letras rojas Los archivos personales de Stanley Kubrick. Pedí que me mostraran ese volumen.

Primero intentaron bajarlo de los cielos de la librería Lerner con una pequeña silla, pero fue imposible. Tuvieron que buscar una mesa y arriba colocar la silla para bajarme ese libro que parecía a punto de volar. A la distancia engañaba la vista. Era más grande que una hoja carta y sumaba 160 páginas. Impreso con la calidad y la rigurosidad de la editorial alemana Taschen, entendí que se trataba de una pieza que merecía tener en mi biblioteca.

Me acerqué a la caja y consulté cuál era el precio de aquel secreto que contenía una investigación exhaustiva de Alison Castle: críticas y ensayos sobre la obra del director; sus propias reflexiones sobre el cine, sus películas y algunos homenajes; entrevistas significativas; un recorrido por sus pasiones literarias y ensayísticas; una cronología; y un epílogo de su esposa, Christiane. En ese momento hizo su aparición el efecto Kubrick. El precio había desaparecido del sistema.

Ese prodigio de librera que es Alba Inés Arias, única y memoriosa como ella sola, mientras ubicaba libros, llamaba a distribuidores para localizar títulos que pedían los clientes y ofrecía aguas aromáticas, especuló la clarificación de aquel misterio. Taschen publicó un libro enorme con fotos de toda la obra de Kubrick. Este folleto debía ser parte de aquel libro, pero el comprador que adquirió el grande no se llevó (porque no supo que existía o no quiso) el pequeño.

Pensé que hubiera sido maravilloso compartir con Stanley Kubrick esa pequeña ratificación del azar sobre una constante en su obra: al público suele importarle más el espectáculo que el pensamiento. Es natural, pero sin duda él hubiera disfrutado esa travesura del destino. Como disfrutaba -y Los archivos personales de Stanley Kubrick lo ratifica de principio a fin- tanto perseguir obsesivamente historias para convertirlas en películas controversiales, leer libros imprescindibles de la cultura universal, y mantenerse alejado de la fama de Hollywood, decisión que por cierto lo condenó a numerosas mitificaciones de la prensa y hasta la perversa suplantación de personalidad de un bufón de medio pelo, Alan Conway.

La tendencia a la reclusión de Kubrick alimentó una leyenda de película. Sus apariciones públicas eran escasas. Concedía contadas entrevistas, sobre temas absolutamente específicos. Su vida, casi monástica, poseía similitudes con la del escritor J. D. Salinger, otro enigma de la cultura anglosajona. Ambos invocaron a la mitología y a las tergiversaciones por ausencia de información. Las estafas de Alan Conway se alimentaron en el vasto silencio de Stanley Kubrick.

Este realizador cinematográfico, nacido en el Bronx (New York, julio de 1928), era un hombre tímido. Pero también es cierto que se hartó de que inventaran mentiras sobre su vida privada: que usaba casco de fútbol americano cuando manejaba; que alquilaba un helicóptero para fumigar su mansión porque le molestaban los zancudos; que su chofer podía conducir a 30 millas por hora… Todos estos disparates crecieron en parte porque la prensa sensacionalista necesitaba el escándalo una y otra vez. Pero también fueron posibles porque Kubrick era un maniático con la perfección.

En los años noventa vivió prácticamente recluido en su casa de Hertfordshire, al norte de Londres. Allí supervisaba por teléfono, fax y onda corta las copias de sus películas, las condiciones en que se proyectaban, así como las ilustraciones y fotografías que ilustraban las cajas de cada salida de sus obras en video.

Cuando se estrenó La naranja mecánica en New York, descubrió que el interior de uno de los cines estaba pintado con una laca blanca que produciría reflejos inaceptables.

El dueño de la sala alegó que, con tan poco tiempo, no encontrarían a nadie que pintara la sala. Kubrick no se movió de su casa, pero consiguió un decorador. Utilizaron una pintura luminosa que produciría el mismo problema. Entonces insistió en que volvieran a pintar.

Kubrick nunca viajaba en avión. Aunque era un piloto experto, cierta vez estuvo a punto de cometer un error fatal para la nave y sus tripulantes. Y comprendió que, si él podía equivocarse, lo mismo podía ocurrirle a un piloto de una línea aérea. Por eso no se trasladó hasta el hotel en Oregon en donde se filmaron los exteriores de El resplandor.

Estas anécdotas de su vida y profesión, así como las que rodean la cotidianidad de su mansión que también se ha convertido en su cuartel de operaciones (con salas de montaje y sonido, perros, esposa, hijos y nietos), son el punto de partida de muchos mitos. Allí recibía a sus amigos, como John Le Carré, con quien cocinaba y hablaba de política, ciencia, arte, ajedrez, y armas de fuego.

Todo lo que acabo de referir en esta nota aparece de muchas maneras, como el efecto de un caleidoscopio, en Los archivos personales de Stanley Kubrick, una obra maestra de la edición para homenajear a un autor genial. Su lectura ofrece un viaje excepcional por un planeta cinematográfico único, alucinante, desbordado de ideas y pensamientos sobre el cine y los dilemas morales de los seres humanos. Detenerse en sus páginas es una manera de recuperar su curiosidad, que tanta falta hace hoy.

Una última confesión: en Lerner me regalaron Los archivos personales de Stanley Kubrick. De alguna manera ya habían sido vendidos (aunque no requeridos). Y me comprometí a darle el uso para el que fue impreso por un editor de lujo, Taschen. Danke.

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