Suma coherencia
No me ha sorprendido que el partido político español Podemos evitara debatir sobre la decisión del Tribunal Supremo de Justicia de Venezuela, de despojar de sus competencias a la Asamblea Nacional. Ya otras veces la tolda de Pablo Iglesias tragó grueso exabruptos cometidos por el gobierno de Nicolás Maduro y no eructó. Esta vez, después…
No me ha sorprendido que el partido político español Podemos evitara debatir sobre la decisión del Tribunal Supremo de Justicia de Venezuela, de despojar de sus competencias a la Asamblea Nacional. Ya otras veces la tolda de Pablo Iglesias tragó grueso exabruptos cometidos por el gobierno de Nicolás Maduro y no eructó.
Esta vez, después de escoger el silencio cómplice, miembros de la dirección de Podemos mostraron incomodidad con el proceder de los jueces del TSJ. Guao. Incluso evaluaron endurecer su pronunciamiento público contra esa medida. Y -aunque no llegaron a hacerlo- se lo hicieron saber informalmente a sus aliados venezolanos.
Resulta interesante que un partido político que ganó ventaja en España sobre los hombros de los resentimientos de los indignados, en contra de una “casta usurpadora y corrupta’’, se abstenga de señalar errores que cometen sus compinches del otro lado del Atlántico. Exabruptos groseros, de esos que rompen el orden constitucional de un país, y despiertan alarma en todo el planeta.
De muchas maneras, las inconsistencias de Podemos frente al gobierno de Nicolás Maduro, y la de muchos políticos de izquierda universales frente a la metástasis que ha crecido en Venezuela en 17 años de destrucción de la institucionalidad y saqueo salvaje de las arcas, están relacionadas con un mito fundacional.
Ocurrió en 1847 y fue conjurado por un grupo de exilados alemanes que se encontraban en Londres. Se hacían llamar la Liga de los Justos. Necesitaban un texto que fundara un poder político. Ya tenía la ideología, que era el comunismo. Y los redactores escogidos fueron dos personajes que vivían en Bruselas: Marx y Engels.
Se demoraron unos meses en entregar el Manifiesto Comunista, uno de los textos fundacionales -junto a El Capital– del marxismo. Allí establecieron que en la sociedad se desarrolla una lucha de clases entre oprimidos y opresores. Ese texto hace un llamado a romper las cadenas que atan a los oprimidos. Por eso deben unirse todos los trabajadores del planeta.
El texto no pasó de cuarenta páginas. Pero su vocación era incendiaria. No hubo idioma al que no fuera traducido. Ni millones de ejemplares que no repartieran en todos los rincones del planeta.
Siempre me ha llamado la atención quiénes eran Marx y Engels en ese momento. Ya habían escrito dos libros juntos, La ideología alemana y La sagrada familia, donde destrozaron el capitalismo. Sin embargo, Engels poseía una sociedad textil en Manchester, con la que pudo ayudar a su compañero de escritura e incluso dejar una herencia.
Marx era un intelectual que se convirtió en un emblema de la clase obrera. Pero nadie nunca lo vio en la calle junto a los desposeídos del mundo. Lejos de las confrontaciones callejeras, de las armas y de los oficios manuales, lo suyo era escribir. Y en esa época su literatura era una condena a la pobreza. Eso fue lo que conoció su esposa y sus siete hijos.
Tan paradójica fue la vida de Marx que cierta vez Oriana Fallaci, consultada por un presentador de televisión sobre qué personaje de la historia le hubiera gustado entrevistar, respondió que el autor de El Capital.
Le hubiera gustado preguntarle sobre como trataba a su esposa. Y sobre cómo le aplicaba a ella su tratado de la plusvalía. Porque según la periodista italiana la trataba como un señor feudal a sus esclavos.