Velásquez, el pintor de los pintores
Un historiador de arte brinda un homenaje al maestro de la pintura española, 350 años después de su muerte, como un hombre que tuvo la suerte para conseguir empleo en la corte real de por vida y el talento para ser mucho, pero mucho más que un retratista de los poderosos.

“C’est le peintre des peintres”. Tal fue el tributo que le rindiera Edouard Manet al trabajo de Diego Velázquez cuando lo vio en el palacio de El Prado en 1865. Era la época de la locura por todo lo español en Francia, pero el entusiasmo romántico por la España de óperas y aventuras apasionadas no era lo que le interesaba al pintor de Olympia. La oscuridad de Ribera y el melodrama de Murillo eran ajenos a la naturaleza de Manet. Pero en Velázquez descubrió a un artista que se abstuvo de todo sentimentalismo; de hecho, de toda empatía. Un artista que no era ni charlatán ni alegórico, que no hizo otra cosa que representar.
Es una de las paradojas más productivas de la historia de la pintura: Manet, el pintor de la vida moderna, que registraba las modas y los dramas mudos de la sociedad liberal, urbana, reconoce en el pintor de la corte de la España de los Habsburgo a un hermano mayor. De regreso a París, modeló el retrato del actor Rouviére como el Hamlet de uno de los retratos que el maestro español hizo de los bufones. Velázquez, cuyo trabajo era prácticamente desconocido fuera de España hasta entonces, se unió al panteón de pintores europeos. Por lo tanto, un tributo a Velázquez, el “pintor de los pintores”, al cumplirse 350 años de su fallecimiento, hace bien al comenzar con las palabras de ese otro pintor, quien descubriera al maestro español con la inteligencia de sus ojos.
Aguadores y príncipes
No hay muchas historias que contar sobre él. Nació en Sevilla en 1599, y desde que tenía más o menos veinticuatro años fue un peón de la maquinaria de la corte de Madrid. La corte no era un lugar para albergar anécdotas o leyendas sobre artistas. Sólo sabemos de su ascenso a posiciones cada vez más elegantes, acompañadas de salarios más y más generosos. Su carrera empezó en 1623, cuando lo nombraron pintor del rey, y culminó en 1652 cuando lo designaron aposentador mayor del palacio. Mientras más escalaba, más de su tiempo y energía eran requeridos para sus oficios de la corte. Como aposentador era responsable de distribuir las inmensas colecciones reales de pintura, tapices y esculturas.
José Ortega y Gasset dijo irónicamente: “Velázquez es un pintor cuya peculiaridad es que no pinta”. Escogió pintar como oficio de la corte. En la corte, donde toda emoción personal está subyugada a la ceremonia, el artista también debe evitar cualquier extravagancia expresiva. Por eso es que las pinturas de Velázquez evaden la empatía subjetiva. No puede estar en términos familiares con ellos, sólo admirar su colorido desde lejos. Permanecen ante el observador como la realeza cuando otorga una audiencia. Recuerdo haber hablado con el gran y sensato historiador del arte Walter Friedlander sobre nuestras visitas a El Prado. Hablamos con cálido entusiasmo sobre los Tizianos y los Rubens. Su único comentario sobre Velazquez fue: “No me acerqué”.
Antes de llegar a la corte, Velázquez pasó su etapa de aprendizaje y sus primeros años laborales en Sevilla. La ciudad andaluza era el centro de la pintura española, que se financiaba primordialmente con comisiones de monasterios piadosos, como demuestra el trabajo casi opresivo de Francisco Zurbarán. Allí, hasta 1617, Velázquez fue aprendiz del pintor que pasaría a la posteridad por sus escritos sobre teoría del arte más que por sus pinturas prosaicas. Probablemente le enseñó al joven Velázquez tanto los aspectos tecnológicos de la pintura como el mundo de los libros y la escolaridad.
Una vez culminado el aprendizaje, pintó lo que demandaba el mercado sevillano: piezas para los altares de las Iglesias, retratos, pero sobre todo bodegones, escenas de cocina. El futuro pintor de la corte comienza con el género más humilde del pintor profesional: escenas de la vida cotidiana de las personas. Las muestra cocinando, comiendo, recogiendo el agua, que era un recurso tan preciado en el calor de Andalucía. Las escenas cómicas que encontramos en el género de pinturas flamencas son reemplazadas por una callada solemnidad. Se evitan los colores brillantes y subidos de tono. Predominan los tonos tierra: gradaciones del marrón, el beige y el verde opaco. “Peintre de terre”, pintor de tierra, lo llamó Prosper Merimée. A la vida de la corte trajo la experiencia de ennoblecer la vida cotidiana a través de la pintura.
Pincel de los Habsburgo
A Felipe IV lo coronaron rey de España en 1641, a la edad de dieciséis años. Gaspar de Guzmán, el Duque-Conde de Olivares, se convirtió en su poderoso primer ministro, y Velázquez fue uno de los sevillanos que se llevó a la corte con él. El joven pintor inmediatamente fue elegido para ser el retratista exclusivo del rey, así como Apeles lo fue para Alejandro Magno. Para 1624 ya había pintado su primer retrato formal del monarca, en tamaño natural. No estamos de frente al rey sino viéndole desde abajo. Está vestido todo de negro, sin rimbombancia ni insignias, sólo la cadena con la Orden del Vellón de Oro colgada de su cuello. Su cara, con su característico “labio de Habsburgo” queda libre de fuertes acentos.
Allí, uno está tentado a leer el poder real como flemático, aburrido y solitario. Al pintor de la corte se le exigía pintar al rey una y otra vez. La cara y la postura cambian muy poco. Pero para 1632, cuando Velázquez lo pintó con un traje marrón bordeado de plateado, ya el pintor había conocido a Rubens, había viajado a Italia y sus ojos habían sido abiertos por Tiziano. Ahora la calmada figura del monarca está rodeada de un destello de color brillante.
Pero este retrato no tiene realmente nada de poderoso, sino más bien algo soñador y encantado. Era la labor del pintor representar los roles que el rey escogiera jugar. Para el albergue de caza de Torre de la Parada, pintó un retrato que asemeja al rey a un cazador. Aparece de nuevo de cuerpo entero, con rifle y perro, pero vestido de manera marcadamente simple. Y así la paleta de los primeros cuadros reaparece en el retrato real, con tonos exquisitos de beige y marrón. Después del cazador viene el general. En 1646, cuando Felipe estaba con sus tropas en Fraga, Velázquez lo pintó con un traje rojo, bordeado de plata y le puso un bastón de mariscal de campo en la mano. Pero siempre hay un aire de Hamlet, refractario, alrededor de la figura de este rey. El pintor, que tenía la reputación de ser flemático y melancólico también, saborea esta ambigüedad en sus retratos. Es un realista de una sutileza extrema.
El nivel más alto del retrato real es el retrato ecuestre. En Madrid, Velázquez podía ver con sus propios ojos un ejemplo consumado: el retrato que hiciera Tiziano del Emperador Carlos V en la batalla de Muhlberg en 1548. Para el Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro en Madrid, Velázquez pintó un retrato ecuestre de Felipe IV que es una obra maestra del color. Vemos al rey en armadura suntuosa, fajín rojo y un bastón de mariscal, en posición elevada sobre su caballo, alzado sobre sus dominios. Más que una imagen de amenaza de guerra es la de un virtuoso jugando el papel del glamour ritualista del general. En el mismo salón estaba colgado La Rendición de Breda, un cuadro inolvidable de Velázquez que celebra la domesticación de la furia de la guerra ante las virtudes de la caballerosidad.
Sin embargo, Velázquez no pintaba sólo para el Rey, sino para toda la corte. A pesar de ser todavía un niño, el infante Baltasar Carlos está representado como un cazador y un comandante a caballo. Tales pinturas hacen que la ficcionalidad del juego de roles de la corte sea abundantemente clara. Luego uno se encuentra con los retratos del hermano del rey, el infante Fernando, imágenes sobrias e indolentes del príncipe. Velázquez también hizo varios retratos de Olivares, el primer ministro, en poses aún más arrogantes que las de su rey.
La aristocracia deforme
Al final de la carrera de Velázquez vinieron los retratos de la reina y las infantas, sus cabellos trenzados, con fondos negros o azules, y el brillo del material. Las princesas aparecen como figuras inmóviles en el escenario ceremonial de la corte. Lo que es central a la belleza y magia incomparables de estos retratos es el aspecto desamparado, y hasta trágico, de las figuras. Eran la carnada, los peones de las alianzas políticas entre las naciones. Y para esto se requería el arte seductor del pintor.
Los bufones también eran una parte integral de la corte, con la función de someter el orgullo de los dirigentes al ridículo. Y también posaron para el pintor de la corte. En un asombroso retrato de cuerpo entero, un bufón se burla de una pose tomada por Juan de Austria tras su victoria en la batalla de Lepanto. Está agachado, su arma, casco y armadura del tronco esparcidos por la tierra, y su traje suelto ondeando a su alrededor: la Victoria es un mero capricho de la Fortuna, la fama militar una farsa efímera.
Se abren abismos bajo la superficie del arte de la corte. En trabajos de formatos más pequeños, nos encontramos con los enanos reales. Acá la etiqueta real se disuelve hacia la deformación y la debilidad mental. La paleta de Velázquez se vuelve sucia. El pintor de bodegones ha llegado al estrato más bajo de la aristocracia. Nada sería más falaz que interpretar simpatía o sensibilidad en estos grotescos parecidos. La corte absolutista era una colección de animales salvajes que abarcaba toda la naturaleza humana, desde el rey hasta el enano, y la pintura era su espejo.
Como Velázquez no pintaba para el mercado privado, su trabajo casi nunca se sale de los temas estrechamente circunscritos a palacio. Son muy pocos sus cuadros religiosos. En el caso de la pintura de sombras que muestra el Cristo flagelado con una figura infantil, arrodillada a su lado, en postura de contrición y humildad, no sabemos ni quién lo comisionó ni dónde lo pensaban colgar. La pieza del altar de una capilla en los predios del Buen Retiro muestra a los santos ermitaños Pablo y Antonio en un paisaje inspirado por Joachim Patinir.
España no tuvo casi ningún papel en el florecimiento de la pintura paisajística europea. También para Velázquez este era un territorio ajeno. Pero durante su estadía en Roma pintó dos vistas de la Villa Medici, aparentemente para su propio entretenimiento, ya que nada puede estar más apartado del paisaje ideal que para entonces se cotizaba en Roma. Cien años antes de Fragonard y Hubert Robert, España capturó la atmósfera encantada de un jardín romano.
Con la misma poca frecuencia podemos encontrar pinturas mitológicas. Allí vemos que toma un riesgo un poco atrevido, a lo Tiziano: la Venus está reclinada y se mira en el espejo sostenido por Cupido. Esta pintura cromáticamente seductora escenifica una sofisticada competencia entre lo que se revela y lo que se esconde. Sólo vemos la espalda de la hermosa diosa y un reflejo sombreado de su reflexión en el espejo. El observador se vuelve un explorador oculto. Ella no nos ve y nosotros no podemos conocer sus secretos más íntimos.
Otras pinturas mitológicas son más terrenales. La deliciosamente vital pintura conocida como Los borrachos, que se convirtió en el trabajo más popular del pintor, muestra a Baco, el dios del vino, rodeado de paisanos españoles: es como una escena de Viridiana, de Buñuel. En otra pintura, el dios solar Apolo entra al taller cubierto de hollín de Vulcano, para decirle al sorprendido herrero que su esposa le es infiel. Vemos tonos de marrón y gris como en los bodegones; el motivo es de Ovidio, pero tal pintura está muy lejos de la idea de conocedor de la Antigüedad que tenían Poussin o Rubens. El mundo antiguo ha reaparecido entre los campesinos y artesanos. ¿Acaso la armadura en el piso del herrero es para el adúltero Marte?
Velázquez también pintó un Marte misterioso para la Torre de la Parada. Sus armas se han deslizado al suelo, se ha deshecho de sus batas coloridas y sólo lleva puesto el casco en su cabeza. Está sentado en las sombras, sumergido en sus pensamientos. ¿Se estaría burlando del dios de la antigüedad? En lo absoluto: no estamos en el mundo de Daumier ni en el de Heinrich Heine. Es una visión del sueño del Marte desarmado, en contemplativa melancolía, en una era devastada por la guerra que añora la paz.
Aunque el nombramiento de Velázquez como director de la Casa Real en 1652 restringió su tiempo para la pintura, fue entonces que pintó sus cuadros más famosos, Las hilanderas y Las meninas. Las pintó con mucha más delicadeza que lo que había hecho antes. El historiador alemán Carl Justi dijo que Las hilanderas era “una de las primeras representaciones de obreros de fábrica”. Pero por detrás, y dos escalones más arriba que las hilanderas en sus labores, se abre para los observadores una habitación festivamente iluminada. Allí Aracne (de acuerdo a Ovidio “conocida no por su cuna ni por su puesto, sino sólo por su arte”) triunfa sobre la diosa Atenea en una competencia de hilanderas. El arte crea puentes entre clases y hasta entre dioses y hombres. El pintor de la corte declara su alianza a su libertad.
Con Las meninas regresamos a la corte. En una habitación cavernosa y en penumbras del palacio real se encuentra la infanta Margarita, de cinco años, atendida por damas de honor y acompañada por enanos y un perro. Otros extras merodean en el fondo. En la pared de atrás cuelga un espejo donde pueden discernirse las imágenes del rey y la reina. Acaban de entrar en la habitación, ¿atrayendo la atención ansiosa de la infanta y el enano? Parece ser, pero ¿es realmente así? La figura más imponente en la foto es el pintor de la corte, parado con pincel y paleta ante el lienzo, un lienzo que sólo vemos desde atrás. ¿Qué está pintando? ¿A la infanta? ¿A la pareja real? Es, como escribe Justi, “una pintura sobre la creación de un cuadro (invisible)”. Pero también es un autorretrato del pintor de la corte, de su papel, su ascenso, su destreza artística al servicio del trono, su magia.
El drama del ritual de la corte española es un fantasma distante, una pantomima social vacía. Sólo su reflejo sigue vivo en el arte libre de Velázquez.
Willibald Sauerlander, el autor de esta nota, dirigió el Instituto Central de Historia del Arte de Munich. Su libro sobre los altares de Rubens saldrá en 2011.