Vladimir Nabokov mantiene su magia viva

Uno de los autores más prestigiosos de la lengua inglesa en el presente comenta los hallazgos que el crítico alemán Michael Marr hizo sobre el autor de Lolita y lanza unas cuantas hipótesis inquietantes, acerca del origen ajeno de su personaje más famoso y de la presencia en su obra del sexo con niñas.

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La característica más sorprendente de la ficción de Vladimir Nabokov es lo insólito. En uno de sus muchos pronunciamientos sobre el arte de la literatura el autor dijo que “un escritor se puede considerar desde tres puntos de vista: como contador de historias, como maestro y como hechicero. Un gran escritor combina los tres.” En su caso, calificó en todas categorías, un hecho del cual estaba satisfactoriamente consciente y siempre dispuesto a hablar; como observó con aspereza Gore Vidal, nadie disfrutó más los libros de Nabokov que Nabokov. Realmente cuenta cuentos de manera genial, realmente nos enseña muchas cosas sutiles e intrínsecas, realmente nos hechiza. Pero cuando pasamos del encandilamiento superficial de su trabajo –una hazaña nada pequeña– nos encontramos en un mundo tan extraño y a la vez familiar como en el que cayó Alicia cuando atravesó el espejo.

Freud, ese curandero vienés, como lo caracterizaba repetidamente Nabokov, concibe lo insólito como el retomar cosas conocidas de manera diferente: la desfamiliarización de lo familiar. Estos muertos que regresan nos asustan –o, como es con frecuencia el caso de Nabokov, nos hechizan– ya que son tanto lo viejo como lo nuevo. El singular estilo de la prosa de Nabokov frota el costado del mundo común para que salgan genios de él, y la respuesta del lector depende de si está dispuesto a irse, hechizado, hacia un reino que conoce bien pero en el que no se siente totalmente en casa.

Un cielo privado

Sin duda la sensibilidad literaria de Nabokov estaba formada, hasta un cierto punto, por su propia transmigración forzada de lo que parece haber sido una infancia realmente idílica, en la Rusia antes de la Revolución, hacia una Europa Occidental desgarrada por la guerra, en primera instancia, y luego a Estados Unidos, donde para su sorpresa encontró por un tiempo un mundo nuevo aún más agradable que el viejo que había dejado. Zoran Kuzmanovich, uno de los comentaristas sobre Nabokov más comedidos y aclamados –en estos temas los extremos rara vez se encuentran– en The Cambridge Companion to Nabokov, un volumen valioso y elegante, cita al sujeto de su estudio como alguien que se regodea en su  “inusual” singularidad: “Parece que no pertenezco a un continente bien específico. Soy el puente aéreo sobre el Atlántico, y qué claro y azul es allí, en mi cielo privado, lejos de los palomares y las palomas de barro.”

Comentando sobre la altiva insistencia de Nabokov de que sus entrevistadores debían escribir las preguntas, a las cuales él entregaría respuestas aparentemente espontáneas pero en realidad compuestas con mucho cuidado, Kuzmanovich sostiene que así el novelista “sacrificaba la espontaneidad y simultaneidad, distanciándose de sus interlocutores, mientras se aseguraba de que lo que saliera de su boca fuera recordado,” una aseveración que con un poco de reajuste también puede aplicarse a su ficción.

El propio Nabokov estaba consciente de los riesgos envueltos en este tipo de escritura. En la primera que novela escribió en inglés, The Real Life of Sebastian Knight, el hermano nunca nombrado de Knight le pregunta a un inglés “bastante letrado” lo que piensa de las novelas de Knight, que desde el interior revelan una semblanza sugestiva a las de Nabokov: “Le pregunté si le habían gustado. Dijo que en cierta forma sí, pero que el autor le parecía terriblemente engreído, al menos intelectualmente. Cuando le pidieron que se explicara agregó que le parecía que Knight estaba constantemente jugando un juego inventado por sí mismo, sin decirle las reglas a sus compañeros. Dijo que prefería libros que te hacían pensar, y los libros de Knight no lo hacían, te dejaban confundido y molesto.

El mundo que nos presenta la ficción de Nabokov para nuestra inspección es, necesariamente, una creación del lenguaje. Aunque sobre todo venera al gran sacerdote del modernismo, James Joyce, el propio Nabokov no es ningún modernista –más bien es un flaubertiano del siglo XIX– pero en su insistencia en cuanto a la importancia del estilo sobre todas las otras cosas, puede clasificarse de un ultra, o hasta un post, modernista; después de todo, uno de los pocos contemporáneos suyos cuyo trabajo admiraba sin reservas era Alain Robbe-Grillet.

En su ensayo, Kuzmanovich cita a la famosa e ingeniosa formulación que hiciera John Updike de que Nabokov era “actualmente el mejor escritor de prosa inglesa con ciudadanía estadounidense, pero hay otros lectores que encuentran que su prosa es dominante y desdeñosa, como lo era él mismo, o al menos, el hombre que aparentaba ser en público. Ciertamente puede argumentarse que los estilistas nabokovianos profundos –de los cuales, debemos decir, no hay muchos, y casi todos son hombres– son unos acosadores literarios por su insistencia en que aceptemos sus designios tan pulidos y tan rígidos de cómo son las cosas dentro de los pequeños círculos creados por sus ficciones.

Lo que algunos deploran de Nabokov es la negación de una maniobra imaginativa, de la ensoñadora y deliciosa libertad que el lector tiene para imaginar un mundo a partir del estilo de un autor y hacerlo suyo. La versión insólita de las cosas que nos presenta Nabokov es, para lectores no hechizados, cloroformo impuesto y controlado de ese revoloteo de espontaneidad brillante que es la esencia de la realidad, o al menos de la versión de la realidad que debe cumplirse con  prosa en la ficción.

La precursora

El tema de lo insólito, de la transfiguración repentina de lo familiar, sale rápidamente en Speak, Nabokov de Michael Maar. Maar, uno de los mejores jóvenes críticos alemanes, que según nos informa una nota biográfica suya es miembro de dos academias en su país, es un detective literario que sabe dónde están enterrados los múltiples cadáveres. En Bluebeard’s Chamber condujo una investigación forense de las fuentes para ir al sentido de culpa traumático que acompañó a Thomas Mann toda su vida, mientras que en The Two Lolitas logró un triunfo detectivesco cuando desenterró un cuento corto de mal gusto, pero en retrospectiva muy significativo, publicado en 1916 por un joven escritor, Heinz von Lichberg, que luego se convirtió en periodista y simpatizante nazi. Cuando en la primera página de Lolita Humbert Humbert escribe “¿Tuvo Lolita una precursora? Naturalmente que la tuvo ,” está admitiendo la verdad literaria que conoce, porque el cuento de Lichberg titulado “Lolita” es sobre un hombre culto, de mediana edad, que se enamora de una pre-adolescente, hija del dueño de casa donde se aloja en España.

Maar no es tan insensible como para acusar a Nabokov de plagio, pero es un hecho que Nabokov vivió en Berlín durante 15 años, entre 1922 y 1937, años en los cuales Lichberg aún tenía cierta reputación en Alemania. Era más conocido como periodista y no como escritor de ficción, es cierto. Pero Maar abre el cuestionamiento: ¿Nabokov había leído el cuento de Lichberg y se le había incrustado el nombre inconscientemente en el umbral de su memoria, donde muchos años después lo suplió con el título y el tema de su propia obra maestra? Y de ser así, ¿nos dice algo significativo sobre Nabokov? El lector debe decidir.

Las personas en las obras de Nabokov, particularmente los narradores, repetidamente tropiezan a través del espejo de la realidad cotidiana por un mundo donde todo lo conocido se ha transformado en un instante de adivinación extasiado o, a veces, de terror sobrecogedor. En Speak, Nabokov, Maar bautiza este fenómeno como la “experiencia medusa,” tomando

su titulo del cuento de 1935 “Torpid Smo-ke”, donde el personaje central, un joven inmigrante soñador en Berlín, siente que “igual que la luminosidad del agua y su pulsar pasan a través de la medusa, así todo atravesaba su interior, y el sentido de fluidez se transfiguraba hacia algo como otra visión.” En su versión de esto, Maar explica que “la experiencia medusa es una de armonía con el universo y con la dicha panteísta.”

Sin embargo, hay otro modo, uno descrito en un cuento de 1926, “Terror.” Acá el narrador, un poeta, de visita a una “ciudad incidental,” sale de su hotel una mañana tras una serie de noches sin dormir y de repente ve al mundo “tal y como es”: “Mi línea de comunicación con el mundo cambió bruscamente, estaba solo y el mundo estaba solo, y ese mundo carecía de sentido. Vi la propia esencia de las cosas. Miré las casas y habían perdido su significado usual –es decir, todo lo que pensamos cuando miramos una casa: un cierto estilo de arquitectura, el tipo de habitaciones que habrá, casa fea, casa cómoda– todo esto se había evaporado, dejando sólo una cáscara absurda, igual que el sonido absurdo que queda después que uno ha repetido suficientemente la palabra más común sin detenerse en su significado (…) Entendí el horror de una cara humana. Anatomía, distinciones sexuales, la noción de ‘brazos’, ‘piernas’, ‘ropa’ –todo abolido, y quedaba en frente un mero algo- ni siquiera una criatura, porque eso también es un concepto humano, sólo algo que pasa en movimiento.”

De hecho, “Terror” está escrito en un estilo simple poco característico, con “muy poca manipulación” que le sugiere a Maar un “sabor autobiográfico.” Es obvio que el modelo es The Lord Chandos Letter (1902) de Hugo von Hofmannsthal –“mi caso es breve, es este: he perdido totalmente la capacidad para pensar o hablar coherentemente sobre cualquier tema”– y, como escribe Maar, es “un terror tras el temblor, el polo opuesto de la experiencia medusa.”

La tesis central de Speak, Nabokov es que la base filosófica del trabajo de Nabokov es el agnosticismo, al cual llegó leyendo a Schopenhauer: “La característica clásica que define la postura agnóstica es la respuesta al problema del mal en la creación. ¿Cómo puede haber tal monstruosidad en el mundo, si fue creado por un dios bueno? La respuesta agnóstica es que no hay un Creador, sino dos (…) El verdadero Dios está escondido en su reino de luz. Los asuntos del mundo material son atendidos por el Dios Creador secundario, el Demiurgo. El Demiurgo es poderoso y frena el camino de la humanidad ante su verdadero propósito (…) En la imaginería agnóstica es el carcelero que nos mantiene cautivos en la prisión de lo material (…) Sólo escapando de la prisión del cuerpo puede el alma entrar al reino de luz del otro mundo. En el mejor de los casos, algunos destellos de luz se dejan filtrar al mundo material.”

Si aceptamos la idea de Nabokov como artista, y posiblemente como hombre, que creía que nuestro mundo es el trabajo de un impostor todo poderoso y monstruoso, entonces reconoceremos que gran parte de lo que parece elaborado y extravagante al punto de la irritación en su ficción es perfectamente realista y profundamente serio, y que el universo nabokoviano es un campo de batalla fecundo donde el artista-creador es una especie de Jacob encerrado en una lucha interminable con el demonio-creador que nos gobierna.

Gran parte de lo que parece elaborado y extravagante al punto de la irritación en su ficción es perfectamente realista

Maar cita un pasaje revelador de Pnin, la novela aparentemente más ligera de Nabokov, pero que Maar –y antes de él, Michael Wood en su maravilloso estudio de 1994 The Magician’s Doubts: Nabokov and the Risks of Fiction– considera una obra maestra sutil a ser considerada al lado de Lolita y Pale Fire: “Si el diseñador malévolo –el destructor de mentes, el amigo de la fiebre– hubiese escondido la llave del patrón con un cuidado tan monstruoso, esa llave debe ser tan preciosa como la vida misma y, cuando se encuentre, le devolvería su salud cotidiana, su mundo cotidiano, a Timofey Pnin; este pensamiento lúcido, tal vez demasiado lúcido, lo obligó a perseverar en la lucha.”

Todos los personajes principales de Na-bokov están atormentados –aunque en muchos casos su tormento es delicioso– por la noción de que la solución al gran misterio de las cosas está fuera de su alcance. El lector de Nabokov, de acuerdo a Maar, también sufre algo de la misma convicción tentadora “de que en alguna parte entre líneas, se esconde la gran verdad. Se ha deslizado debajo del sofá, y si pudiéramos extender las puntas de los dedos un poquito más, lo tendríamos en nuestras manos.”

Esto explica la curiosa sensación de ebullición interna que experimentamos cuando leemos estas ficciones extrañas, fascinantes y frecuentemente enfurecedoras: siempre están al borde de decirnos algo transcendental. La mano del mago siempre está a punto de abrirse y soltar un centelleo de alas brillantes al aire, que primero parecerán aleatorias pero de pronto formarán un patrón, el patrón de la realidad misma.

Los demonios

También hay un patrón en el arco de la búsqueda artística de Nabokov, y es triste decirlo, no es bonito. Primero que nada está la fragilidad del propio arco, que al caer es empinado y dudoso. En un ensayo en The Cambridge Companion, Michael Wood defiende el trabajo posterior de Nabokov –las tres novelas Ada, Transparent Things, y Look at the Harlequins!– diciendo que “los trabajos tardíos de los artistas distinguidos tienen un significado cualitativo, que está lejos de ser negativo, pues indican una cierta extravagancia, algo más allá de la madurez,” y cita a Adorno para sostenerlo: “Los trabajos finales de artistas significativos (…) carecen de la armonía que se acostumbra exigir a la obra de arte en la estética clásica”. Wood es cariñosamente leal a un escritor para el cual tiene una admiración y simpatía sin límites, ¿pero acaso no se escucha  claramente el sonido de un hombre silbando en la oscuridad?

Cuando Ada apareció por primera vez en 1969 fue recibida con un gran clamor –el retrato del autor apareció en la cubierta de Time, que todavía significaba algo en aquel entonces– pero también había la sensación de que las amplias sonrisas de bienvenida escondían algo, hasta en las caras de los más dedicados nabokovianos, mientras nadaban a través de esta fábula de amor incestuoso del otro mundo. El libro tiene la textura granulosa y pegajosa de un inmenso pote de miel que se ha cristalizado, y la voz autoral es la de un pillo chupándose los dedos, o de esos hermanos barbudos, el viejo y el mar y su hermano, quienes interrumpen “con exclamaciones o voces de ánimo picaresco” del joven Humbert Humbert cuando está a punto de poseer a la precursora de Lolita, Annabel Leigh, en una playa de La Riviera, en un tiempo vaporoso que nunca será recobrado.

Cuando Ada se publicó, Nabokov vivía un esplendor dorado en un hotel de Montreux, Suiza, y se había permitido a sí mismo convertirse en un viejo reaccionario, un papel que había estado ensayando por largos años antes de que el éxito de Lolita lo trajera de golpe al escenario público, en paltó levita y sombrero de copa, empuñando un bastón de ébano que le servía de varita mágica.

Como observa Maar, ”Nabokov le debía su irrupción en la fama a un malentendido”, pues el gran público lector creía que Lolita era un libro erótico, pero cuando apareció por fin la novela en Estados Unidos los críticos como Lionel Trilling y Mary McCarthy se convencieron de que había que reconocerlo como un maestro moderno. Después de eso no hubo quien lo detuviera.

Transparent Things y Look at the Har-lequins! siguieron en la misma vena que Ada, una vena llena de sangre demasiado rica, sangre púrpura rey, como diría Humbert. Junto con el flujo de conciencia y autosatisfacción que manchó estos libros había una creciente y frecuentemente asombrosa, cuando no alarmante, vena de vulgaridad. Lolita era una obra maestra oblicua cuando se trataba de las manifestaciones físicas del gran peche radieux de Humbert, pero narradores posteriores a Nabokov han asumido el tono explícito del viejo sucio, un viejo sucio aristocrático, es cierto, un Barón Ochs más dudoso, que aún no ha tenido todo el coraje de asumir sus crudas convicciones.

Y eso nos lleva, arrastrando los pies, hacia un área muy delicada, “nunca hay sexualidad en el trabajo de Nabokov,” escribe Maar, “sin sombras demoníacas y culpa.” Y en las últimas tres novelas hay una preocupación primordial con el sexo, casi se puede decir que una obsesión, y con un tipo particular de sexo, además. Más de 30 años después de que falleciera Nabokov, cuando ya no tenemos su mirada hipnótica de basilisco fija sobre nosotros –el narrador de Lolita dijo que uno de los pseudónimos que pensó escoger para sí mismo era “Mesmer Mesmer”– somos libres de aceptar la extraordinaria perseverancia del tema de la nínfula a todo lo largo de su trabajo.

En el capítulo “Lilith”, Maar cita en su totalidad un poema de 1929 con ese título que Nabokov estimaba tanto que volvió a publicar en el volumen Poems and Problems (1971). El poema resume un sueño erótico en el que el soñador ha muerto y se encuentra luego en un escenario de ático, donde “en cada fauno/dios parecía reconocerse,” y conoce “a una pequeña niña desnuda” que lo seduce. El encuentro está descrito con franqueza impresionante pero en un estilo arcaico falso que en su trabajo anterior Nabokov tendía a adoptar cuando se trataba de asuntos sexuales:

And with a wild

lunge of my loins I penetrated

into an unforgotten child.

Snake within snake, vessel in vessel,

smooth-fitting part, I moved in her,

through the ascending itch

forefeeling unutterable pleasure stir.

A través de la larga vida productiva de Nabokov esta niña nunca fue “olvidada”, y Maar, con su usual habilidad holmesiana encuentra su apariencia de elfo desde los primeros cuentos hasta The Original of Laura, la novela que Nabokov estaba escribiendo cuando murió, y de la cual se publicaron el año pasado los fragmentos sobrevivientes.

Maar escribe que primero Nabokov sólo convierte a las mujeres en niñas metafóricamente. Luego, gradualmente deja caer el velo del camuflaje, hasta que lo arranca completamente en “The Enchanter”, un largo cuento corto, el verdadero antecedente de Lolita, escrito y abandonado en los años 30, pero traducido y publicado por el hijo de Nabokov en 1986. ¿Qué está pasando acá? ¿Quién es esta niña-mujer fantasmal y qué significa en la obra, si no en la vida, de su creador que a veces parece su criatura? El autor de Lolita profesa que odia y detesta a Humbert Humbert, pero si Humbert es el Diablo, ciertamente tiene las mejores canciones. ¿Qué lector de Lolita no terminará el libro sin al menos un dejo de simpatía por el “monstruo de cinco patas” que es su narrador de pico de oro? Humbert sale a seducirnos, y lo logra, tanto como Dolores Haze lo seduce a él.

Michael Wood habla de Ada como si transcurriera en una especie de infierno, pero de todas las novelas de Nabokov sale un dejo de azufre, hasta de las más paradisíacas de ellas. Detrás del brillo y el destello hay manipulaciones oscuras. Las nínfulas corretean alegremente a través de los parques envenenados donde, como observa Humbert, esperan agazapados los ninfómanos: “Tienes que ser un artista y un loco, una criatura de tu melancolía infinita, con una burbuja de veneno caliente en tus ingles y una llama súper voluptuosa permanentemente encendida en tu espina sutil (¡oh, cómo tienes que arrastrarte y esconderte!), para poder discernir, de una vez, gracias a señales inefables –la línea ligeramente felina del perfil, la delgadez de una pierna, y otros indicios que la desesperación, y la vergüenza, y las lágrimas de ternura, me prohíben tabular– el pequeño demonio mortal entre las niñas sanas; permanece entre ellas sin ser reconocido e inconsciente de su poder fantástico”.

“Lo más impactante,” escribe Maar, “no es ni siquiera que Lolita tiene antecesoras: es que tiene sucesoras.” La joven niña que posa como mujer, o viceversa, es un fenómeno frecuente y recurrente en el canon Nabokov. “Hay, y hubo, sólo una chica en mi vida, un objeto de terror y ternura (…) Digo ‘chica’ y no mujer, ni esposa ni joven”. Así es como Phillip Wild, “lecturer in Experimental Psychology, University of Ganglia”, se confiesa resueltamente en The Original of Laura, un libro en el cual Maar observa que “mucho de lo que era vagamente sugerido en Lolita se vuelve drástico y explícito”. De hecho, bastante más. ¿Quién hubiese pensado que vería a un personaje de Nabokov ofrecer un “polvo”? ¿Y qué hay en el pasaje donde Wild se encuentra con Aurora Lee en un sueño, un remanente de Poe por intermedio de Lolita? “Alcé el borde de tu vestido —algo que nunca había hecho en el pasado— y acaricié, moldeé, pellizqué suavemente tus nalgas prominentes, mientras te quedabas perfectamente quieta como considerando nuevas posibilidades de poder y placer y decoración interior. En el pico de tu éxtasis cauteloso impulsé mi mano desde atrás entre tus muslos consentidores y sentí los pliegues sudados del escroto largo y luego, más hacia adelante, la caída de un miembro corto.”

Nabokov habría respondido aullando con ira despectiva ante cualquiera que hubiese cometido el grave error, como lo habría visto él, de imputarle al propio autor siquiera una sugerencia de los oscuros deseos bajo los cuales sus personajes sufren y sudan. Pero aún el adherente más estricto a la diferenciación que hace Elliot entre la persona que sufre, y la mente que la crea, seguramente se preguntará sobre el flujo constante de obsesión, culpa y terror sexual que hay en el trabajo de Nabokov.

Michael Maar no ofrece una respuesta sino una interrogante positiva: “Si los fantasmas no están apretados entre las páginas de un libro, son difíciles de contener, y tal vez es precisamente por eso que deben estar apretados entre las hojas. Tal vez algo se exorciza en la literatura que amenaza con tomar raíces en la vida. Tal vez esa es la meta, en realidad: deshacerse de sus demonios a través de la ficción”.

Al final, por supuesto, no nos incumbe cuáles demonios personales, cuáles deseos demoníacos, pudieron haber entretenido o exorcizado a Nabokov el hombre a través de su trabajo. Somos humanos, y no podemos evitar nuestra fascinación putrefacta con las vidas privadas de los artistas. ¿Por qué Shakespeare le dejaría su segunda cama a su viuda en herencia? ¿Hemingway realmente era el hombre heterosexual que aparentaba ser? ¿Joyce tuvo sífilis? Pero nos estaríamos engañando si pensamos que es pura ilustración literaria lo que buscamos.

Tal vez hasta a un escritor eminente debería permitírsele llevarse sus secretos personales hacia la oscuridad de su tumba. Al considerar la vida de Vladimir Nabokov, lo que realmente cuenta, para nosotros, son sus libros, que quitan el aliento con su hermosura, su ligereza juguetona pero profundamente seria, y los designios mágicos de un gran y misterioso hechicero. 

De un nabokoviano a otro

John Banville, el autor de esta reseña, nació en Wexford, Irlanda, en 1945.
Es el autor de muchas novelas, incluyendo The Book of Evidence, The Untouchable
y Eclipse. Con The Sea ganó el Man Booker Prize en 2005. A veces escribe bajo el pseudónimo de Benjamin Black. Varios de sus libros han sido traducidos al castellano: los que están firmados con su nombre en Anagrama y los de su pseudónimo

Benjamin Black en Alfaguara. Es considerado un autor con una fuerte influencia de Nabokov. En cuanto al maestro ruso muerto en 1977, su novela inconclusa y póstuma El original de Laura, donde regresa el tema de la nínfula, fue publicada en castellano por Anagrama este año, luego de que su hijo y albacea Dimitri la sacara de la bóveda de un banco suizo donde había estado protegida desde la muerte de su autor (quien había por cierto pedido a su mujer que la quemara si él fallecía sin terminarla).

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