Cómo se traduce un poema que no tiene original

Traduciendo el cielo es la novela del autor John Crowley en el que narra la relación platónica de la estudiante Kit Malone y el poeta I. I. Falin. Considerada por Harold Bloom “esta es la obra de un narrador magistral, un soberbio estilista, y un profeta de los misterios de Eros’’

Columna de Sergio Dahbar

poeta

23 de noviembre de 2022
Por Sergio Dahbar

Hay novelas inclasificables. Traduciendo el cielo es una de ellas. Esconde una pequeña historia, una suerte de ladrillo capaz de explicar una pared completa. Cuenta un pedazo de vida de la estudiante estadounidense Kit Malone, joven que sufre una pérdida: su hermano decide enrolarse en el ejército y cambia para siempre. Deja de ser el niño especial que la cautivó en su infancia. Por eso abandona la poesía. Y comienza a estudiar ruso.

Un día de 1961 conoce al poeta ruso Innokenti Issayevich Falin, exiliado soviético, que ha llegado a occidente con una mano atrás y otra adelante. Los medios lo retratan como “el poeta que no pudo llevarse sus poemas’’. Sus libros han sido prohibidos en la Unión Soviética y no existe traducción de sus textos a ningún idioma. Una universidad del medio oeste americano le ofrece un puesto como profesor residente. Allí empieza a estudiar inglés y a dar clases sobre poetas que admira: Shakespeare, pero también Emily Dickinson, sin olvidar a T.S. Eliot. Lo acompaña la tristeza de un derrotado, que ha perdido la patria y la voz al mismo tiempo. Sufre del peor de los castigos.

Falin aprende inglés de manera torpe, pero sus alumnos entienden lo que él sabe muy bien: la literatura solo puede sobrevivir si somos capaces de recordarla. “Para que un poema viva dentro del lector, el lector tiene que ser capaz de repetirlo en su propia mente y en su corazón’’. Su obra permanecía viva entre quienes la recordaban, antes de que los comunistas los retiraran de circulación.

En la interacción en el aula, Falin descubre a Malone y su conocimiento del ruso. Ella también carga con un dolor a cuestas. Son almas heridas, aunque apenas puedan comprenderse. Ese punto en común hace posible que ella lo ayude a traducir los nuevos versos que trabaja. A lo largo del verano las palabras van y vienen, pasan del ruso al inglés, y vuelven otra vez al ruso, conocen tropiezos, pero avanzan, sin esquivar la posibilidad de que surja el amor entre autor y traductora, aun cuando las relaciones entre alumnos y profesores están penalizadas en la Universidad, y el servicio secreto americano vigila día y noche a Falin.

En algún momento, Malone le pregunta al poeta si se imagina que alguna vez podrá escribir en inglés. Él le responde que sería una elección difícil. Ella lo cuestiona. Y él responde: “Es posible que los idiomas sean como las amantes. Se puede tener más de una a la vez. Pero quizás sólo es posible amar a una a la vez’’. Y Kit Malone se da cuenta que se ha convertido en una sacerdotisa: convierte el fuego interior de Falin en entonaciones que parecieran escaparse del corazón.

La operación que pone en marcha Falin es fascinante: precisa con su inglés defectuoso la escasa comprensión del ruso de la estudiante. En este juego de limitaciones y ausencias, Falin la acerca a los versos que había escrito desde que llegó a Estados Unidos. A medida que pasan los días, se desespera más. Quiere avanzar, lo apremia el rescate de esos poemas, pero entiende los innumerables obstáculos que se interponen en el camino de Malone cada vez que desea verlo.

Entonces estalla la crisis mundial de los misiles entre Estados Unidos, Cuba y la Unión Soviética. Falin debe viajar a Chicago de urgencia. Malone se queda con los poemas para pasarlos a máquina. Entonces, él muere en un accidente inexplicable, al caer su vehículo por un puente. Y con él desaparecen los textos en ruso. Malone se desespera. No puede hablarle a nadie de la relación secreta que ha construido con Falin. Intenta acercarse a su casa, la detienen funcionarios del servicio secreto, la interrogan, debe comparecer ante la decana de la universidad. En medio de esa tensión, logra ocultar su amistad con Falin. Reconocen que es una alumna curiosa y la dejan ir.

Malone huye como una sombra. Cambia de universidad, hacia otra esquina del país, y a los meses decide huir de Estados Unidos. Se oculta, y publica un libro de poemas, con una curiosa sección de diez traducciones sin original. No puede convencer a nadie de que pertenecen a Falin, pero necesita ponerlos a circular, darle vida a un fantasma después de su muerte. Sabe que es incorrecto, pero no tiene otra salida. Malone tardará en recuperarse, en aceptar el destino que le tocó vivir, en reconocer públicamente de quién son esos textos y en reivindicar la figura del hombre que amó secretamente mientras el mundo intentaba destruirse.

En los años ochenta, finalmente Malone revela lo que se esconde detrás de esas “traducciones sin original’’. Poco tiempo después los seguidores de Falin en Rusia se pondrán en contacto con ella. Buscan noticias de Falin. Confirmaciones. Ella responde, pero no sabe si esa carta llega a destino. Tuvo que llegar la perestroika, caer el muro de Berlin y comenzar una transformación irreversible para que la invitarán a San Petersburgo a la “Celebración del 75 Aniversario del nacimiento de I.I. Falin, de su vida y de su poesía’’.

Y allí −en la ciudad del oro batido y el oro esmaltado− Malone cierra el círculo. Historia y subjetividad viajan en el tiempo en una soberbia obra que cuesta olvidar. Es tan perfecta que uno quisiera que su trama hubiera ocurrido de verdad. Los ancianos que la reciben quieren publicar las obras completas de Falin, tramitar que le devuelvan la ciudadanía, y hasta levantarle un pequeño monumento. Sorprendida por la devoción de estos amigos que han mantenido viva la llama de un autor perseguido a través de la memorización de sus poemas, los recitales y los periódicos clandestinos, Malone confirmó que no había copias de los poemas escritos por Falin en Estados Unidos.

Harold Bloom ha reconocido que “esta es la obra de un narrador magistral, un soberbio estilista, y un profeta de los misterios de Eros’’. Un escritor que en la página 39 revela quizás sin saberlo el secreto de la fascinación que produce Traduciendo el cielo: “Falin decía que el Paraíso nos fascina porque es a la vez inmutable y fugaz’’. Toda una poética sobre lo que no conocemos, pero anhelamos profundamente.

Esta novela de John Crowley fue traducida al español por Minotauro, casa editorial especializada desde hace cincuenta años en literatura fantástica y de ciencia ficción. Pero este texto de Crowley se aparta de los mundos por donde había vagado su imaginación en el pasado. Es una historia de amor y de recuperación de las cosas fundamentales que a veces perdemos, pero también una reflexión mayor sobre los límites de la literatura y de la vida, en el contexto de la Guerra Fría. Tan lejanos, pero también parecidos, a los días presentes. El mundo vuelve a oír el eco de un peligro nuclear que invita a pensar en el fin del mundo.

Traduciendo el cielo despliega en toda su tapa una foto de Bert Hardy, del Archivo de imágenes Getty. La imagen registra a una estudiante parada de perfil, con un libro en las manos, concentrada en la lectura, en una fecha cercana a los años sesenta. Atrás se ve un arco que conduce a una institución universitaria clásica y un hombre que pasa caminando con unos libros en las manos. Debo confesar que leí de un tirón sus 317 páginas. En estado de absoluta fascinación. Tal fue mi enamoramiento con la historia de Crowley, que al final pensé que hubiera sido maravilloso que su trama no perteneciera al universo de la ficción, sino que fuera un pedazo de vida real al que accedí a través de unas páginas encantadas.

John Crowley (1942) tiene 80 años. No es un autor popular, pero sí es considerado un escritor de culto. Da clases de literatura en la Universidad de Yale y reside con su esposa y sus hijas en una casa gótica muy cerca de las colinas Berkshire, en Massachussets. Vivió durante varios años en New York, donde trabajó en documentales para cine y televisión.

Su obra más conocida ha sido denominada por él como ficción fantástica. Es sin duda una expresión culta y literaria del género de la ciencia ficción. Su complejidad ha ido creciendo en el curso de los años, con ingredientes de esoterismo y vertientes de la tradición hermética. Una de las obras cumbres de esta tendencia es la tetralogía Historia secreta del mundo, de la cual ha escrito las tres primeras partes: Aegipto, Amor y sueño y Daemonomanía.

El lugar común adjudicado a Robert Frost dice que “Poesía es lo que se pierde en la traducción’’. Una idea que tan bien comprendió Sofía Coppola en una de sus películas más perfectas: Lost in Traslation. Los amigos rusos de Falin agradecieron que ella hubiera atravesado el planeta para reunirse con ellos. Celebraron también que ella rescatara esas traducciones imperfectas, quizás el único rastro de la obra de un hombre que había comenzado a desaparecer a medida que intentaban silenciarlo. Esta logia de fanáticos de Falin aprovecharon para regalarse una matrioshka rusa, con personalidades rusas inservibles: Gorbachev, Brezhnev, Kruschev, Stalin, Lenin.

La grandeza de Crowley es construir una ficción −sobre el fondo de una época aciaga del mundo, que despedía olor a destrucción− que se redime gracias a una historia de amor imposible. Para confirmarlo recordemos las palabras de Falin: “Es posible que los idiomas sean como las amantes. Se puede tener más de una a la vez. Pero quizás sólo es posible amar a una a la vez’’.

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