Tres mujeres

Tres mujeres que estuvieron cerca de tres grandes autores: Andrew Wyeth, Pierre Bonnard y Marcel Proust. Un acercamiento a sus relaciones y sus historias

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19 de octubre de 2022
Por Sergio Dahbar

Tres mujeres

Existen mujeres que vivieron muy cerca de artistas inmortales. Fueron claves para su trabajo. Modelos, esposas, amas de llave, que conocieron de cerca el acto de crear una obra de arte, con miserias y esplendores. Fueron protagonistas mudas de un legado cultural único. En ciertos casos adquirieron rango de excepcionalidad, ya sea por protagonizar un escándalo dentro de una operación comercial burda o simplemente por haber estado ahí y convertirse en el sujeto de una obra en progreso, o porque guardaban secretos que nadie más conocía y que con el paso del tiempo adquirieron mayor peso y notoriedad. 

Entre nosotros, muy cerca, sobresale el caso de Elizabeth Schön (1921/2007), poeta y dramaturga venezolana, casada con el emprendedor de la radio, Alfredo Cortina (1903/1988). Una mujer de trato suave y gentil, que construyó una obra poética profusa, reconocida con el Premio Nacional de Literatura. Menos obvio fue su protagonismo mudo dentro de la obra fotográfica personal que desarrolló su esposo. Al morir, ese trabajo fue descubierto por el artista y estudioso de la fotografía Vasco Szinetar, y hoy es referente del arte latinoamericano, seleccionado para la Bienal de Venecia por el historiador del arte Luis Enrique Pérez Oramas (“Es un Cindy Sherman adelantado’’). El Museo de Arte Moderno de Nueva York posee 24 imágenes de esta colección. 

“Cortina es el gran descubrimiento de la fotografía latinoamericana. Conecta con el arte conceptual y es contemporáneo. Trabaja un concepto seriado en un periodo sumamente largo de 40 años, lo que lo hace único”, expresó Szinetar en una entrevista cuando la obra fue presentada en Madrid, en los espacios de La Fábrica, con el apoyo del Archivo de Fotografía Urbana de Venezuela, junto al photolibro del artista con 60 imágenes.

A mí particularmente me han llamado la atención tres mujeres inclasificables. Helga Testorff, la modelo de una parte esencial de la obra del artista estadounidense Andrew Wyeth, quien además era la cocinera y ama de llaves de sus cuñados. María Boursin, amante, modelo y finalmente esposa del artista francés postimpresionista Pierre Bonnard y protagonista emblemática de su obra (385 cuadros la inmortalizan), pintada casi siempre en escenas domésticas íntimas. Y Celeste Albaret, ama de llaves de Marcel Proust, la mujer que lo acompañó en sus últimos ocho años de vida, cuando se encerró a escribir frenéticamente En busca del tiempo perdido. Me pregunto: ¿qué lugar ocupan estas mujeres en el arte de los hombres que tenían al lado? 

Helga

Andrew Wyeth (1917/2009) nació en Chadds Ford, Pensylvania y tuvo como único maestro a su padre, Newell Convers Wyeth, reconocido muralista e ilustrador para niños. Con 31 años, Wyeth presentó su obra más recordada, El mundo de Cristina (1948), pieza que el cine ha utilizado como recurso estilístico en numerosas oportunidades. Desde entonces, se convirtió en una referencia del realismo social norteamericano, enmarcado en la tradición figurativa. Su obra casi siempre contiene personas y paisajes en dos localidades que conoce muy bien: Brandywine Valley, muy cerca de de Chadds Ford, donde nació, y Cushing (Maine), donde posee una casa de descanso.

Hasta 1984 la vida de Andrew Wyeth transcurrió en calma. Ese año una petición de entrevista, solicitada por la revista Art & Antiques (98 mil ejemplares auditados), apretó el gatillo de los desaciertos. La publicación solicitó un diálogo extenso para indagar los fundamentos de su obra. Wyeth demoró la respuesta, pero aceptó concederla en 1985, un año más tarde. Este encuentro reveló que su obra no podía ser entendida si no se tomaban en cuenta 240 piezas, hasta ese momento resguardadas en secreto, pintadas entre 1971 y 1985. Esos cuadros habían sido elaborados bajo el influjo de musa misteriosa, una mujer llamada Helga Testorff. Helga era además la cocinera y ama de llaves de los cuñados de Wyeth.

Aunque la entrevista en Art & Antiques pasó desapercibida en su momento, a los meses un coleccionista de Texas, llamado Leonard Andrews, compró la Colección Helga por una suma -aunque desconocida- millonaria de dólares. La revista Time (18 de agosto de 1986) publicó un reportaje extenso, con fotos de algunas piezas de la Colección Helga, y un retrato del millonario Andrews, junto al rumor de que pondría en marcha un plan comercial para recuperar la inversión con reproducciones baratas de los cuadros en posters y almanaques populares. People y Life seleccionaron a Helga entre los personajes femeninos más famosos de 1986.

Medios de comunicación y centros de difusión de obras de arte comenzaron a legitimizar la importancia de la Colección Helga dentro de la obra de Wyeth. Otras historias aparecieron en Newsweek y The New York Times. La Galería Nacional de Washington anunció que haría una exposición a lo largo de 1987. La revista Connoisseur y el Museo de Bellas Artes de Boston proclamaron que esta colección era única en la historia del arte. 

En la edición de Time del primero de junio de 1987, el crítico de arte australiano Robert Hughes examinó la exposición Helga en la Galería Nacional de Washington. Allí observó 125 piezas seleccionadas de una totalidad de 240 cuadros. El catálogo, del que se imprimieron 250 mil ejemplares, destacaba “un conjunto de fascinantes documentos en la odisea del logro artístico americano’’. 

Hughes dinamitó el mito de Helga. Betsy Wyeth conoció siempre la historia real de los cuadros de Helga. Nunca hubo obra secreta, ni trabajo desconocido. Tampoco existió romance alguno entre Wyeth y Helga. El comprador de Texas, Leonard Andrews, arregló previamente esta maniobra comercial con el matrimonio Wyeth y los editores de la revista Art & Antiques. “Esta muestra es demasiada abundancia de algo mediocre, y su público siempre dócil ha sido llevado por la nariz hacia ella’’, escribió Hughes. 

En un episodio fechado el 9 de noviembre de 2021, la periodista Willa Paskin subió su podcast Decoder Ring (Anillo decodificador, descifrando misterios culturales), en el portal de Slate. Allí le coloca una guinda a esta historia inverosimil. El mayor ganador, sin duda, resultó el coleccionista, Leonard E.B. Andrews. Armó una operación comercial que incluía mostrarlas en diferentes centros culturales, exhibirlas en la Galería Nacional de Washington y en la Casa Blanca, para venderlas después a una empresa japonesa por diez veces lo que él había pagado al adquirirlas.

Marthe

Pierre Bonnard (1867/1947) ya había abandonado el derecho y encontrado la senda del arte cuando, a los 26 años (1893), se topó en el Boulevard Haussman con la inefable Marthe. La intuyó tan indefensa que la ayudó a cruzar, como si se tratara de una niña. Ella mintió dos veces, sin sonrojarse. La primera mentira se refería a sus orígenes y a su nombre real: alegó que era hija de padres italianos nobles y descuidados, quienes la entregaron en custodia a una abuela francesa rigurosa. En realidad había nacido en la casa de un carpintero de Burges y se llamaba María Boursin. 

La segunda mentira fue acerca de su edad: dijo que tenía 16 años, cuando en verdad ya había cumplido 24. Pierre Bonnard tuvo que esperar treinta años para conocer la verdad. Tres décadas bastaron para conocerla profundamente, descubrir sus debilidades físicas (padecía asma y tuberculosis) y soportar sus divagaciones cotidianas como un signo curioso de su carácter.

La mujer que conoció un día de 1893 se convirtió en su modelo, amante y compañera de rutina. Ella desconfiaba de casi todo el mundo. Por eso suplicaba que se mudaran de habitación en habitación, de hotel en hotel… La bañera era su tabla de salvación. Sumergida en el agua día y noche, enfrentaba los demonios de su salud. Nadie pudo adivinar jamás si esa bañera era la representación de un vientre o una urna. Para el crítico y periodista John Richardson, Bonnard sentía cierta compasión ante el estado en el que se sumía su esposa. Pero también este periodista refiere cierto placer morboso del pintor, ante una modelo continuamente desfallecida que sirvió para su inspiración en 385 obras.

Un curioso incidente unió −paradójicamente− a la pareja treinta años después de haberse conocido. Bonnard se enamoró de otra modelo, Renée Monchaty, una rubia muy hermosa que se había impuesto con vitalidad en su vida cotidiana. Vivieron seis años de amores clandestinos, promesas de matrimonio y trabajo arduo. La fiereza de esta joven impuso su soberanía en la relación, pero la palabra matrimonio estallaba en la mente de Bonnard como una jaqueca insoportable. En un viaje a Roma (1921), el pintor derrumbó todas las aspiraciones de formar una familia con Renée. Ella no soportó la decepción y se suicidó en una habitación desolada del Hotel de París. Bonnard curó todas las culpas con un fugaz matrimonio. Se casó con Marthe en el más estricto secreto.

La salud de su esposa exigía viajes a spa, sanatorios o centros de retiro. Viajaban con frecuencia, sin avisar el destino a familiares o amigos. La belleza se había ido desprendiendo del cuerpo de Marthe como una alegría perdida. Resultaba difícil saber si se encontraban en el apartamento de París, la casa de campo Mi Caravana, o la villa rosada en Cannes. En esos tres puntos de Francia, o en tantos otros por los que pasaban, Bonnard acentuó su conducta reclusiva y su obsesión por inmortalizar a una esposa que se le escapaba de las manos sin cura alguna. 

A los cincuenta años, la voz de Marthe apenas podía oírse, su piel se había vuelto transparente, y su estado de ánimo no sobrevivía a ningún sobresalto cotidiano. Murió en 1942, después de soportar los primeros embates de la segunda guerra mundial y ver cómo su marido canjeaba obras de arte inmortales por mantequilla y huevos. El contrato de matrimonio de la pareja Bonnard estipulaba una propiedad conjunta, pero Marthe nunca se molestó en hacer un testamento dejando su parte de la propiedad comunal a su esposo. Cuando las autoridades anunciaron que tendrían que cerrar con llave su estudio e inventariar el contenido para poder hacer una declaración de sucesión, Bonnard comprendió lo que implicaba esta omisión.

A un error se sumaron otros, desconcertantes, como suele dictar el azar. Pierre Bonnard se dejó gobernar por la desesperación. E hizo algo que no solo fue ilegal sino irresponsable. Contrató a un abogado local para redactar un testamento falso en el que Marthe le dejaba todo a él. Este lo firmó (a nombre de Marthe y con su propia escritura no disimulada) y lo fechó nueve meses después de su muerte. La mesa estaba servida para que abogados inescrupulosos intentaran quedarse con un patrimonio que valía millones de dólares. El padecimiento de Marthe, inmortalizado en 385 obras de arte por Pierre Bonnard, se perdió como lágrimas en la lluvia (dixit Philip K. Dick). Y fue a parar a las manos de galeristas inescrupulosos.

Celeste

Celeste Albaret provenía del sur de Francia y llegó a París porque había conseguido trabajo en una casa acomodada, 102 del Boulevard Haussmann, junto a su esposo Odilón, que cumplía labores de chofer. Era la residencia de Marcel Proust. Odilón fue compañero de Alfred Agostinelli, uno de los grandes amores del escritor, taxista también, antes de hacerse aviador y morir en un accidente en la Costa Azul. El matrimonio Cottin, que precedió a los Albaret en el puesto, nunca llegó a entenderse con los horarios cruzados del amo de la casa y huyeron de París antes de la primera guerra mundial.

Celeste apenas tenía 21 años en 1913, cuando conoció a Proust, personaje excéntrico y déspota al que comenzó a servir como criada, ama de llaves, mensajera, enfermera y finalmente su amiga. Fue su testigo y confidente en el seno de una cotidianidad ejemplar, plagada de complejidades y matices. Ella no lo sabía cuando llegó, pero el destino quiso que estuviera al lado de un personaje de novela, que rara vez se apartaba de la cama, un maniático rodeado de muebles heredados, que se empeñó en escribir un libro que cambiaría la literatura para siempre. Un alma atomentada que supo moldear la sensibilidad de una joven inocente y generosa, al punto de transformarla en una mujer que competiría con sus biografos a la hora de revelar detalles significativos de su vida y obra.

Proust se encerró en su habitación después de tapizar paredes y techos con corchos, y cerrar para siempre las cortinas, para evitar la luz del día. Celeste estuvo a su lado hasta 1922, cuando terminó de escribir las tres mil páginas de En busca del tiempo perdido y entendió que podía morir en paz. Fueron ocho años imposibles de envidiar, en los que ella apenas dormía unas horas. Pero también se convirtieron en la mayor experiencia de aprendizaje para su vida. Nunca se cansó de agradecer. 

Celeste rápidamente se adaptó a la rutina obsesiva de la casa. Le servía las dos tazas de café con leche que tomaba al día, recogía los pañuelos que dejaba en el piso (nunca usaba el mismo dos veces), y le acercaba la comida que encargaban en el Hotel Ritz. Sabía ya que con solo mirar el plato de comida Monsieur Proust recordaba el sabor y se sentía satisfecho. Nada podía perturbar la existencia de ese asmático personaje obsesionado con el paso del tiempo.

A los trabajos mecánicos del día, se sumaban otras tareas más significativas. Celeste era la encargada de entregar las cartas que escribió Proust en esos ocho años. Y de traer sus respuestas. A Proust no le gustaba el teléfono. Por eso la enviaba con la correspondencia a casa de sus amigas, a los prostíbulos para hombres… A su regreso de esas diligencias, el escritor le leía las respuestas y le explicaba de qué manera eran útiles para su libro. O le narraba cada detalle de una velada a la que acababa de asistir. “Ensayaba conmigo lo que luego iba a escribir. No era mi opinión lo que buscaba, sino mi reacción’’. “Tengo el deber de divertirla’’, repetía Proust desde la cama.

Si Proust era un personaje fascinante por sus manías y exigencias, Celeste era igualmente atractiva como curiosidad. Campesina sin estudios, se adaptó rápidamente a las exigencias del dueño y señor de la casa. Vivía de noche como él, se acostaba a las nueve de la mañana, para levantarse al mediodía y encargarse de las exigencias de la residencia otra vez. Sin vacaciones, ni domingos libres, con un sueldo insignificante. No le dejó un centavo en su testamento, quizás porque heredó algo más valioso: lo que vio en esos ocho años. “Usted es la única que me conoce de verdad. Nadie sabe tan bien como usted lo que hago, ni puede saber lo que a usted le cuento. Después de mi muerte, su diario se vendería más que mis libros. Sí, sí, se vendería como rosquillas y usted ganaría una fortuna”.

Marcel Proust murió a los 52 años, en 1922. Medio siglo más tarde, Celeste evocó al novelista con la ayuda del escritor Georges Belmont. Así nació Monsieur Proust, tras cinco meses y setenta horas de entrevistas. Belmont transcribió, reelaboró y organizó en treinta capítulos el relato oral de la memoria privada de Celeste Albaret, al servicio de un creador inigualable. Se publicó en 1973 en francés e inspiró en 1981 la película notable del director alemán Percy Adlon. Capitán Swing publicó la versión española en 2013. Celeste murió a los 84 años, en 1984. Siempre supo que debía corregir a los especialistas que hablaban demasiado de una persona que apenas habían conocido. También entendió que algunos secretos se llevan a la tumba. 

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