Fragmento por Jason Epstein

A diferencia del mercado de hoy, dominado por algunas cadenas nacionales, la mayoría de las librerías las operaban localmente sus propietarios. Generalmente el personal también estaba formado por lectores ávidos que sabían qué recomendar a sus clientes. Muchos de ellos eran nuestros amigos y confidentes, y nos mantenían en contacto con el mercado.

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Los editores de Random House estábamos investidos de una autonomía casi ilimitada. Había ocho o nueve de nosotros, todos de un nivel más o menos igual en esos años, respaldados por los asistentes editoriales y un pequeño grupo técnico. un publicista, un gerente de ventas responsable de una docena de vendedores ambulantes, un gerente de producción, un director de arte, un gerente empresarial, los editores, una recepcionista, un operador de teléfono, algunas personas en el almacén y los fundadores, que compartían una secretaria. Ellos se ocupaban de las cosas grandes y nos dejaban las decisiones editoriales a los editores, excepto cuando había algún riesgo fuera de lo común.

El directorio telefónico interno no llenaba una tarjeta de ficha. Los best-seller eran bienvenidos, pero no eran como hoy en día, un asunto de vida o muerte.

Los best-seller de Random House generalmente disfrutaban de un segundo aliento largo en nuestro fondo editorial de bolsillo, ese fondo que colmaba los depósitos de las librerías independientes en las ciudades y los pueblos. Nuestros procedimientos eran informales. No teníamos reuniones.

A diferencia del mercado de hoy, dominado por algunas cadenas nacionales, la mayoría de las librerías las operaban localmente sus propietarios. Generalmente el personal también estaba formado por lectores ávidos que sabían qué recomendar a sus clientes. Muchos de ellos eran nuestros amigos y confidentes, y nos mantenían en contacto con el mercado.

En las mañanas yo pasaba por la sala de correspondencia del sótano para leer las órdenes del día antes de subir a mi oficina. Random House era un lugar alegre y exitoso, en retrospectiva, un sueño poblado por William Faulkner, Jane Jacobs, Bill Styron, Ted Geisel, John O’Hara, Jim Michener, Robert Penn Warren.

Una empresa donde los dueños se guardaban sus preocupaciones sobre el negocio, mientras nosotros pasábamos nuestros días y noches con Wystan, Toni, Jim, Edgar, Truman, Norman, Terry, Red y Peter. La empresa hizo dinero, pero el dinero era un medio, no un fin. Lo que más nos importaba era el trabajo en sí. La editorial creció y sobrevivió las ocasionales sequías. Pensábamos que nunca tendría fin.

Un día llegó el fin

Cuando yo me uní a la empresa, en 1958, sus ventas eran menos de 8 millones. Como la empresa era privada, ninguno de nosotros sabía, ni nos importaba, cuánto valía, hasta que, por razones sucesorales, los dueños la convirtieron en una empresa pública para establecer su avalúo.

En 1965, pensando en retirarse y habiendo adquirido algunas empresas menores, incluyendo la ilustre Alfred A. Knopf, los dueños le vendieron Random House a RCA por 40 millones de dólares, una cifra sorprendentemente alta. Pensábamos que RCA, dueña de una de las grandes empresas musicales, estaba impresionada con el fondo editorial igualmente impresionante de Random. Pero RCA luego fue adquirida por General Electric, que no tenía ningún uso -entre sus motores de jet, sus locomotoras y sus dinamos- para ese jugador marginalmente rentable de un campo exótico, así que vendió la empresa a Condé Nast.

Finalmente, Random House fue adquirida por Bertelsmann, un conglomerado alemán, por más o menos un millardo de dólares, un precio impresionante en 1988 para una firma de una industria marginal. Para entonces, la Random House que yo conocí era irreconocible.

Los problemas empezaron en los 80 cuando el negocio de los libros inesperadamente se invirtió. Las librerías grandes, urbanas, independientes, con almacenes extensos de fondos editoriales y manejadas por sus dueños lectores y sus empleados sintonizados con los gustos e intereses de sus clientes, empezaron a desaparecer cuando la gente emigró a los suburbios.

Fueron reemplazadas por cadenas de pequeñas tiendas en los centros comerciales, que pagaban el mismo alquiler que la tienda de zapatos de al lado y dependían del mismo público. El efecto lo sintió Random House en la pérdida de autonomía, mientras nuestro mercado al detal se consolidaba bajo una gerencia remota.

Las cadenas se copiaron del plan de negocios de McDonald’s

Los libros eran hamburguesas, mercancía para las masas, a ser movidas con rapidez por unos empleados sin sofisticaciones hacia las manos de clientes anónimos. Su gerencia pensaba que los libros eran unidades y ya no les hablaban a los editores. Y los fondos editoriales se desvanecieron, pues los best-sellers ahora eran esenciales para la supervivencia de los editores: un desastre para los editores sin capital y una bonanza para los agentes de los autores con nombres marca, que ahora podían poner a las celebridades que eran sus clientes en la subasta, forzando a los editores a arriesgar garantías aún mayores para sostener el suministro constante de potenciales best-sellers que exigían los centros comerciales. Sólo las casas más ricas podían darse el lujo de quedarse cortas cuando las garantías no ganaban y les devolvían camiones llenos de copias no vendidas a los almacenes.

Cuando ser grande se hizo obligatorio, las fusiones y mayores fusiones se hicieron inevitables. El resultado: los destartalados conglomerados de hoy, manejados por gerentes costosos incapaces de responder ágilmente, si acaso lo hacían, a un mercado digital en expansión en el que las mayores innovaciones no venían de los publicistas sino de las fábricas de tecnología. El mundo regido por Google, Amazon, Apple, al cual los editores sólo han respondido débil y tardíamente.

Los cambios tecnológicos son discontinuos.

A mediados de los 80 propuse a mis colegas de Random House que creáramos un catálogo de venta directa por correo, que comprendía unos 40.000 títulos del fondo editorial, seleccionados de las listas de todos los editores. Así los lectores podían pedir libros a través de un número telefónico. Internet aún no se había comercializado, pero la digitalización estaba comenzando y la palabra de moda era “desintermediación”. Sostuve que, como las tiendas tenían problemas para almacenar fondos editoriales extensos, debíamos venderle esos fondos directamente a los lectores.

Estaba proponiendo, por supuesto, la oportunidad que Amazon eventualmente aprovechó. Mis colegas rechazaron la idea por temor a ofender a nuestros vendedores, y tal vez porque esos fondos editoriales entremezclados les sugerían una intimidad indecorosa entre competidores, objeciones razonables para el momento, pero también un ejemplo de cómo la infraestructura existente paraliza la innovación.

Los monjes no inventaron la imprenta para sus escrituras; los criadores de caballos no inventaron el carro de motor; y la industria musical no inventó el iPod ni lanzó iTunes. Muy temprano en este nuevo siglo, los editores de libros, confinados dentro de su historia y superados por los innovadores digitales ligeros de equipaje, perdieron otra oportunidad clave, tomada de nuevo por Amazon, esta vez sobre la construcción de su propio catálogo universal digital, para servirle directamente a los usuarios en sus propios términos, al mismo tiempo que reúne nombres, direcciones de correo electrónico y preferencias de sus clientes. El error estratégico tendrá grandes consecuencias.

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