Goethe era tan famoso como Messi, pero más culto

El hijo de una familia burguesa que había perdido a cinco hijos es educarlo como un ser excepcional. Se convirtió en un influencer de su época ¡Todo un contemporáneo!

Goethe

12 de abril de 2022
Por Sergio Dahbar

Johann Wolfgang von Goethe (1749/1832) fue en su tiempo tan famoso como lo son hoy Leonel Messi, Kylian Mbappe o Karem Benzema. Se alzó en el firmamento de la cultura alemana como un monstruo carismático, buen mozo, elegante… Al publicar Las penas del joven Werther, la gente peregrinaba a su residencia natal para conocerlo. Llegó a preguntarse entonces si era un profeta o un poeta. Las ideas de ese libro breve pero influyente eran atrevidas: amor apasionado, crítica a la hipocresía más convencional, elogio de la vida libre, sin ataduras; todo en el cuerpo de un joven con la melena al viento en un tiempo de pelucas amaneradas.

Escribió Las penas del joven Werther en cuatro semanas y se conserva el manuscrito, sin tachaduras ni correcciones. Goethe captura en este libro la sensibilidad de una generación que −en palabras de Thomas Mann− “corría como una fiebre y un frenesí sobre la tierra habitada, actuando como chispa en un polvorín, liberando una peligrosa fuerza reprimida’’. Hubo lectores que se suicidaron, como Christel von Lassberg, que se ahogó en el río Ilm, con una copia en el bolsillo.

Muchos lectores creyeron que Goethe mitificó al héroe de Las penas del joven Werther. Todo lo contrario: llamaba la atención sobre lo que consideraba una enfermedad. Como bien lo anota el crítico literario estadounidense Adam Kirsch, había detectado “un egocentrismo tóxico’’, “una subjetividad desenfrenada’’. Werther solo podía estar involucrado consigo mismo. Era un ser orgulloso de su miseria de romántico despechado. Un ser sensible para el mundo que lo rodea y lo decepciona.

A pesar de haber nacido en cuna de oro, se exilió voluntariamente en el ducado de Weimar, cuando el duque Carlos Augusto, nieto de Federico II e hijo de la seductora Ana Amalia, le ofrece trabajo como alto funcionario. Allí encontró seguridad económica. Se encargaba de todo: desde las operaciones mineras hasta el casting de actores para el teatro de la corte.

En Weimar escribe sus obras mayores: Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister; El triunfo de la sensibilidad; Las afinidades electivas; Fausto; El libro de Suleika; y Poesía y verdad. Siempre creyó que el arte nos salvará de perecer en la realidad. Desconfió siempre de las revoluciones, porque los problemas no se resuelven, sino que se agudizan. La escritora inglesa Mary Ann Evans (George Eliot) escribió que no solo era el más grande hombre de letras alemán, sino “el último verdadero hombre universal que caminó sobre la Tierra’’.

De alguna manera esta facilidad para entender su tiempo lo trastorna. Piensa que no ha hecho nada aún. Y de alguna manera es verdad. Su gran tema es conciliar vida y obra. Como bien apunta uno de sus biógrafos mayores, Rudiger Safranski, estaba convencido que Alemania no necesitaba ser un Estado Nacional: le bastaba ser una potencia cultural. Goethe entendió que la vida es más rica que el dictado de las categorías económicas y políticas. No se equivocaba.

Nació en una casa burguesa de la próspera Frankfurt. Su abuelo materno era alcalde de la ciudad y el paterno −principal modisto de las mujeres de dinero− se casó con la viudad del propietario del hotel Weidenhof Inn. El padre de Goethe, abatido por la pérdida de cinco hijos, invirtió su herencia en la educación de su único varón: tuvo intitutrices para cada conocimiento, desde el yidish hasta el chelo. Cuando tenía siete años escribió: “No me puedo reconciliar con lo que es satisfactorio para otras personas’’. Estudió derecho para complacer a su padre, aunque en verdad quería ser poeta y enamorarse.

Era inclasificable: escribió poesía, novelas y ensayos; hizo contribuciones científicas en la fisiología, en la geología, en la botánica y en la óptica. Escribió 143 obras. Se desempeñó como diplomático, esteta de la moda, alto funcionario civil, pornógrafo en Italia, decano de una universidad, viajero aventurero, director de una compañía de teatro y jefe de una empresa minera, por citar algunas de sus responsabilidades y oficios. Se sentía una persona aventajada y no era una percepción exagerada: había vivido en tiempos de la guerra de los siete años; el nacimiento de Estados Unidos; la Revolución Francesa; la época napoleónica…

Un día en su vida podía ser agotador: recitaba baladas escocesas; citaba extensamente a Voltaire; declamaba un poema recién escrito; escalaba una montaña en medio de la niebla… Alcanzó a construir una leyenda tan vasta y rica en alcances culturales que fue el único intelectual alemán que sobrevivió a la hecatombe de la Segunda Guerra Mundial, cuando todos los valores alemanes fueron puestos en duda. No en vano todas las academias culturales alemanas del planeta pasaron a llamarse Instituto Goethe. Hay cerca de 150 alrededor del planeta.

Fue un intelectual que supo reinventarse todo el tiempo. Un hombre con ánimo de conocimiento insaciable, que tuvo la inteligencia de no caer postrado ante ningún Dios. Nunca dejó de aprender sobre los temas que le inquietaban. El amor, las dificultades de la tarea pública, el viaje como conocimiento, sacarle el mayor provecho a cada día, y la sexualidad, esa felicidad de la que nunca pudo apartarse después de aquel viaje a Italia, donde Faustina, una viuda inquieta, le enseñó a dominar su cuerpo para darles verdadero placer a las mujeres. En los Epigramas venecianos incluye experiencias con la masturbación, la sodomía y el sexo oral.

Lo fascinante de las discusiones que despierta una vida como la de Goethe es que uno de los intelectuales alemanes más estudiados por filólogos y humanistas desde hace 200 años, se haya convertido también en un escritor de best sellers y en una figura pública poliédrica, cargada de complejidades y contrastes, que enamoraba e irritaba a quienes lo conocían. Todo un contemporáneo.

Su relación amorosa más estable fue con Christiane Vulpius, quien pertenecía a la clase media, venida a menos. Tuvo que emplearse como mujer de servicio. Goethe la conoció y se enamoró. Tuvieron varios hijos. La mayoría falleció al nacer. Sobrevivió uno solo. La sociedad de Weimar se opuso a esta relación, pero ellos hicieron prevalecer ese amor y se casaron. En 1806 la ciudad fue asediada y saqueada por soldados franceses. Christiane se atrincheró en la casa y defendió con fiereza a sus vecinos. A partir de este momento fue aceptada como una más.

Como Safranski no quería contaminarse con las ideas de quienes ya habían estudiado a Goethe (Ludwig, Cansino Assens, Friedenthal, Boyle), porque prefería leerlo con sus propios ojos y no con anteojos prestados, se metió de cabeza en un río de información abrumador. Nada más sus cartas representan 54 volúmenes de 450 páginas cada uno. Por no mencionar ese vasto territorio que son sus conversaciones. Existe la leyenda de que toda persona que hablaba con Goethe corría a dejar testimonio de la conversación.

Para cerrar siempre es bueno acudir a Freud. Goethe cuenta en sus memorias que cuando era un niño lanzó por la ventana de su casa la vajilla de su madre. Estas son las palabras del padre del psicoanalisis. “Cuando uno ha sido el predilecto indiscutido de la madre, conservará toda la vida ese sentimiento de conquistador, esa confianza en el éxito que no pocas veces lo atraen de verdad. Goethe habría tenido derecho a iniciar su autobiografía con una observación como esta: Mi fuerza tiene sus raíces en la relación con mi madre”.

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