Natalio Botana y el arte de construir palacios efímeros sobre el aire

En las postrimerías del siglo veinte un emprendedor uruguayo fundó un periódico en Buenos Aires. Era un adelantado para su tiempo. Se convirtió en un magnate como tantos, que perdió el sentido de la realidad y se embarcó en la construcción de una obra imposible.

Botana

12 de agosto de 2022
Por Sergio Dahbar

La historia que se desarrolla en estas líneas se proyecta en una pantalla donde se reflejan ruinas y pasiones, anhelos y manías tristes. En el efímero ascenso del empresario de medios Natalio Botana se descifra un momento luminoso del oficio periodístico y su decadencia, como dos espejos enfrentados. Tampoco es ajeno a nuestro presente crepuscular la epopeya de un nuevo rico que un buen día surge de la nada y busca trascender con una obra de arte imposible. Algunos no solo se conforman con hacer dinero precipitadamente, sino que buscan la inmortalidad. Lo primero a veces se consigue. Lo segundo es más complejo.

Ya han pasado más de cien años del día en que un uruguayo llamado Natalio Botana fundó un periódico en Buenos Aires, al que llamó Crítica. Corría 1913, había cumplido 25 años y cruzó el Río de la Plata sin un centavo. Era un emprendedor arriesgado. Como lo fueron Assis Chateaubriand (en Brasil), Lord Beaverbrock (en Inglaterra), Rupert Murdock (en Australia) y Silvio Berlusconi (en Italia).

Botana quería modernizar un periodismo que en el mejor de los casos era formal y aburrido. Deseaba que la gente leyera Crítica. Por eso comenzó a publicar textos exclusivos del boxeador estadounidense Jack Dempsey, del escritor inglés George Bernard Shaw (que recibió el Nobel en esos años), y del físico alemán Albert Einstein. En su mejor momento, este medio de comunicación llegó a vender un millón de ejemplares diarios.

El mito de Natalio Botana

Quizás no era un erudito en literatura, pero publicó materiales aislados de un escritor argentino que aún no era famoso: pertenecía a un proyecto que terminaría por llamarse Historia universal de la infamia. El muchacho se llamaba Jorge Luis Borges y pocos lo conocían entonces.

De maneras diversas Botana encarnaba la locura creativa de Orson Welles, y su némesis, William Randolph Hearst. Con 25 años, ambos se consideraban los dueños del mundo. El mito de Botana era desproporcionado: aseguran que repartía cocaína entre los periodistas para aliviar la tensión de las redacciones.

Apoyó el golpe de Estado del general Uriburu contra el presidente argentino Hipólito Irigoyen, para luego exigir que se restableciera el orden democrático. Se acostumbró a negociar con el poder desde una mesa de redacción. Estuvo preso.

Pero Botana no era sólo el dueño de uno de los medios más leídos de Argentina. Poseía también un estudio de cine, Baires, que para muchos fue la cuna del mejor arte cinematográfico argentino en años cuando no existían los subtítulos.

Baires producía las películas en estudios particulares, una villa de 18 hectáreas en la periferia de Buenos Aires. Para estar cerca de sus negocios y lejos del ruido, el empresario se construyó una casona de 1300 metros cuadrados.

Dinero, poder y juventud

Natalio Botana venía de abajo y tenía manías de nuevo rico, como lo comentó Pablo Neruda después de visitar al magnate. La casona se construyó con reminiscencias coloniales, cerámicas sevillanas y motivos árabes. Un viaje por el sur de España lo había impresionado.

No tuvo reparos en colgar arañas con setenta velas desde techos adornados con relieves; micrófonos y parlantes que comunicaban las pajareras del jardín con la cama matrimonial, imitando los sonidos de un despertador; chimeneas, patios y puentes con ríos, todos en estilos incompatibles. La casa era una ensalada de despropósitos.

Con dinero, poder y juventud, las fiestas en Los Granados (así se llamó la villa) eran pantagruélicas. Allí hizo coincidir al hijo de Mussolini con el fundador del partido comunista argentino, Victorio Codovilla. Botana apoyaba causas de izquierda y golpes de derecha, combatió el nazismo, protegió a exiliados perseguidos y se hizo amigo de conservadores de mano dura.

Su vida privada estuvo signada por la tragedia y la mala suerte. Se casó con Salvadora Medina Onrubia, que era vidente, parasicóloga, escritora, pintora, lectora de novelas policiales y manuales espiritistas, además de anarquista y feminista. Tuvieron cuatro hijos. El mayor, conocido como Pitón, porque era muy fuerte, se enteró de que era hijo de un primer matrimonio de su madre y se suicidó.

Salvadora Medina Onrubia jamás se recuperó de esta pérdida. Se volvió primero morfinómana y luego adicta al éter. Perdió la razón. Entonces Botana se enteró de que el muralista mexicano David Alfaro Siqueiros había sido invitado por la escritora argentina Victoria Ocampo para dictar tres conferencias en la Sociedad de Amigos del Arte de Buenos Aires.

Siqueiros tenía 39 años y desafió a la intelligentzia argentina al invitar a los artistas vernáculos “a sacar la obra de arte de las sacristías aristocráticas, para llevarla a la calle, para que despierte y provoque, para liberar a la pintura de la escolástica seca, del academicismo, y del cerebralismo solitario del artepurismo, para llevarla a la tremenda realidad social, que nos circunda y ya nos hiere de frente’’. Aunque vino a dar tres charlas, apenas concluyó una y lo querían matar.

Cuando funcionarios del gobierno del presidente Juan José Justo se preparaban para encarcelarlo y deportalo, Botana le ofreció pintar el primer mural en un espacio interior de una casa (un bar en el sótano) a cambio de alojamiento y alimentación. Sin opciones, Siqueiros aceptó a regañadientes: “Ese mural es el fruto forzoso de nuestra condición de asalariados’’, reflexionó. El muralista encontró un grupo de artistas locales (Berni, Castagnino, Spilimbergo y el uruguayo Lázaro) para que colaboraran en la producción de aquella obra.

Creó “una visión algo etílica, como la de estar parado en el centro de una burbuja transparente en el fondo del mar’’. Esto se tradujo en una serie de cuerpos femeninos desnudos que se deforman y fusionan a lo largo y ancho de las paredes, techos y pisos. La musa era la uruguaya Blanca Luz Brum, esposa de Siqueiros, quien posó desnuda dentro de un cubo transparente mientras la fotografiaban. Después proyectaban sus imágenes en las paredes como bocetos.

Siqueiros y la troupe que lo acompañaba experimentaron por primera vez con pinturas sintéticas (piroxilina y silicato) y pistolas de aire, que convirtieron ese mural en imborrable. La idea era “quebrar el estatismo arquitectónico’’ (Raquel Tibol) del sótano.

Tres meses después de terminar “Ejercicio plástico’’ (así se llamó la obra que derivó en un conflicto legal irresoluble), Siqueiros fue expulsado del país. Participó en un mitin del sindicato de la industria del mueble y sus arengas comunistas alertaron a la policía. Pero se fue solo, porque en el trance de pintar el mural su esposa Blanca Luz Brum se enamoró de Natalio Botana.

Una huella de excesos

Han pasado más de cien años de la fundación de Crítica, y de la trayectoria desesperada de Natalio Botana, quien murió cuando su automóvil chocó en el norte argentino. La historia de este medio y de su mentor alientan la reflexión. Traza una huella de excesos que muchos magnates de la comunicación han seguido al pie de la letra, a lo largo del siglo veinte. Basta el ejemplo de quien fuera el propietario de uno de los periódicos más tradicionales de Chile, El Mercurio, quien coleccionaba copias de las biblias de Gutenberg y tenía dos veleros para hacer largos viajes. En uno viajaba él y en el otro su esposa.

Cuando oigo que muchos bolis construyen casas en República Dominicana con piscinas diseñadas con obras de Carlos Cruz Diez, no puedo menos que recordar la historia trágica de Natalio Botana y David Alfaro Sigueiros.

El primero buscaba prestigio para limpiar su fortuna. El segundo, esconderse de quienes lo consideraban un elemento peligroso. Ninguno consiguió lo que buscaba. A diferencia de las películas, la vida real nunca encaja bien.

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