Vladimir Putin, el policía que sueña con dominar al mundo
Todo parece indicar que Putin quería restaurar algo más que el nombre de Andropov. Al parecer, también quería restaurar la vieja manera de pensar del antiguo jefe de la KGB. En términos soviéticos, Andropov era un modernizador, pero no un demócrata.

14 de marzo de 2022
Por Anne Applebaum
El 20 de noviembre de 1998, Galina Starovoitova, miembro del Parlamento Ruso, fue asesinada en las escaleras de su edificio residencial en San Petersburgo. En las semanas siguientes, en todas partes del mundo, hubo una avalancha de obituarios, artículos y tributos a su vida. Casi todo el mundo estaba de acuerdo en que Starovoitova era diferente de los políticos rusos del pasado, y de sus contemporáneos también. Hablaba, se movía y pensaba de manera distinta. Era franca, enérgica, y parecía auténticamente interesada en mejorarle la vida a la gente. “Todo lo que decía parecía fresco,” escribió The Economist. “A diferencia de los otros, no entregaba sus principios ante los cambios de vientos políticos; no mezclaba el trabajo con la política,” escribió The Independent.
Para muchos rusos de esa época, el asesinato de Starovoitova también lucía como un mal presagio, hasta como un punto de quiebre para la política rusa. “Si al inicio de las reformas hubo entusiasmo y optimismo, ahora algo ha cambiado”, declaró uno de los miles de dolientes a The New York Times en el entierro de Starovoitova. “Esto muestra que se está desarrollando en nuestra sociedad un proceso de intolerancia entre nosotros. Creo que estamos en el borde,” comentó un parlamentario liberal ruso a la estación radial Ekho Moskvy de Moscú.
Así que no fue por razones sentimentales que Masha Gessen escogió comenzar con la muerte de Starovoitova The Man Without a Face, su libro sobre el putinismo, el sistema creado por Vladimir Putin y personificado por él. En noviembre de 1998, Gessen era una joven periodista que acababa de regresar a Rusia tras varios años en Estados Unidos, y se había entregado a la vida de Moscú con entusiasmo. Personalmente, era cercana a Starovoitova (“Galina ciertamente sentía algo maternal hacia mí,” escribe), pero también entendía el significado simbólico de la parlamentaria asesinada: “En un país donde los modelos políticos van desde el comisario con chaqueta de cuero al apparatchik decrépito, Galina trataba de ser una criatura completamente nueva, un ente político que también era humano”.
La generación de Gessen
Para la generación de Gessen –periodistas, activistas e intelectuales liberales en Moscú, casi todos menores de 30 años al momento de disolverse la Unión Soviética en 1991– Starovoitova representaba la esperanza de que Rusia, y los rusos, podían cambiar. Incorrupta, sin un guión preestablecido, dedicada a servir a los votantes, decidida a hablar honestamente, capaz de reírse de sus propios defectos y flaquezas… tal vez si más políticos fueran como ella, el futuro de Rusia realmente podría ser diferente al pasado. En contraste, su muerte representó el fin de esa esperanza. También coincidió con el comienzo del ascenso al poder de Putin.
De hecho, en el momento del asesinato de Starovoitova, Putin aún no era presidente de Rusia. Tan solo había sido nombrado jefe del FSB, la organización que sucedería a la KGB, y apenas empezaba a convertirse en una figura nacionalmente conocida. Hasta entonces, la mayor parte de su carera había transcurrido en Dresden, Alemania Oriental, donde trabajaba para la KGB, y en San Petersburgo, donde, cree Gessen, siguió trabajando para la temida policía política mientras “estudiaba” (escribió una tesis que resultó ser un plagio) o actuaba como adjunto de Anatoly Sobchak, quien fuera el alcalde de la ciudad entre 1991 y 1996, un ser extravagante y oscuro.
A pesar de haber estado en funciones por poco tiempo, Putin ya había empezado a trabajar en la imagen manchada del FSB y la aún más manchada imagen de la KGB que la precedió. Trajo de vuelta la palabra “chekista,” un viejo término usado para la policía política de Lenin, la Cheka, acuñado en 1920 y usado con orgullo. También inició un pequeño culto a Yuri Andropov, el jefe que más duró al frente de la KGB en la historia soviética (1967-1982), y quien también fuera secretario general del Partido Comunista Soviético, cargo que ocupó brevemente el año antes de su inesperada muerte en 1984. Como director del FSB, Putin llevaba flores a la tumba de Andropov y le dedicó una placa a su héroe dentro de la Lubyanka, la famosa sede de la KGB en Moscú. Luego, como presidente, ordenó otra placa para colocarla en el edificio donde Andropov vivía en Moscú y le hizo una estatua en un suburbio de San Petersburgo.
Pero Putin quería restaurar algo más que el nombre de Andropov. Al parecer, también quería restaurar la vieja manera de pensar del antiguo jefe de la KGB. En términos soviéticos, Andropov era un modernizador, pero no un demócrata.
Por el contrario, habiendo sido el embajador ruso en Budapest durante la Revolución Húngara de 1956, Andropov entendía con mucha precisión el peligro que representaban los “demócratas” y otros intelectuales librepensadores para los regímenes totalitarios. Pasó gran parte de su carrera en la KGB aplastando movimientos disidentes de varios tipos, encerrando gente en la cárcel, expulsándolos de la URSS y enviándolos a hospitales psiquiátricos, un castigo inventado por él durante su servicio a la patria.
Al mismo tiempo, Andropov entendía, como todo el mundo en la KGB, que en materia económica la Unión Soviética estaba quedándose atrás con respecto a Occidente. Al momento de su muerte buscaba maneras de solventar este problema, y había llegado a la conclusión de que el asunto era de orden y disciplina. Aunque algunos, visto el asunto en retrospectiva, creen que buscaba el camino chino de reforma –mercados libres y política no libre–, solo algunas de sus ideas fueron puestas en práctica. Una de estas fue la campaña masiva en contra del alcohol, que iba desde las restricciones en las ventas de vodka hasta la destrucción de los viñedos de Moldavia ejecutada por uno de sus sucesores, Mikhail Gorbachov.
La campaña anti alcohol fue un desastre. No solo causó escasez de azúcar –el azúcar es un ingrediente usado para hacer vodka en casa− sino que pudo haber sido la causa del desbalance del presupuesto, que ya dependía fuertemente de los impuestos al alcohol. En cualquier caso, Gorbachov abandonó es política, convencido de que hacían falta cambios más profundos. Y el resto es historia.
Sin embargo, la nostalgia por Andropov se mantuvo durante mucho tiempo entre la elite que había pertenecido a la KGB. La idea de que Andropov murió “demasiado pronto” era un sentimiento común para muchos en las filas de la antigua fuerza, y algunos hasta vieron una conspiración en su muerte prematura. “Llegaron a él antes de que pudiera terminar su trabajo,” me dijo tristemente un exoficial en 2000, justo después de que Putin llegara a la presidencia por primera vez.
Vladimir Putin no solo hizo su carrera en la KGB de Andropov, también compartió algunas experiencias similares con el jefe de la antigua policía secreta. Como embajador en Budapest, Andropov se horrorizó cuando los jóvenes húngaros primero pidieron democracia, luego protestaron contra la dirigencia comunista, y luego se fueron a las armas contra el régimen, hasta linchando uno o dos policías por el camino. Putin tuvo una experiencia similar en Dresden en 1989, donde fue testigo de las protestas masivas de calle y el saqueo de las oficinas de la Stasi, la policía secreta de Alemania Oriental. Ambos hombres llegaron a la misma conclusión: hablar de democracia lleva a protestas, las protestas llevan a ataques a los checkistas, así que mejor detener cualquier mención de democracia antes de que se disemine.
Para Putin, y para aquellos de su generación –20 años mayores que Gessen, y tan leales al viejo Estado soviético como los amigos de Gessen a la idea de la “nueva Rusia”– Starovoitova no era una precursora de un futuro mejor. Por el contrario, era exactamente el tipo de persona que amenazaba el orden social. Putin entendió muy bien el peligro que supusieron los políticos incorruptos, sin agenda, para la KGB. Y ya en 1991, también entendía muy bien la amenaza que esos mismos políticos incorruptos y sin agenda representaban para los imperios económicos secretos creados por la antigua KGB.
Gessen no sugiere que Putin haya asesinado a Starovoitova. De hecho, nunca averiguó quién la mató. Los dos hombres eventualmente sentenciados por su asesinato solo eran contratados. Como Gessen escribe, “era imposible determinar qué hizo ella para que fuera necesario asesinarla, precisamente porque su postura como enemiga del sistema la convirtió en una mujer marcada, una mujer condenada”. Pero la muerte de su amiga sí la llevó a explorar, como reportera, el medio de la policía secreta del cual había emergido Putin, y dentro del cual había tanta gente que podría haber deseado que Starovoitova no estuviera en el camino.
Los dueños de la nueva Rusia
A pesar de que el libro de Gessen está enfocado en Putin y su ascenso al poder, el punto central es una descripción del medio de la policía secreta. Nacida de la KGB de Andropov, esta alcanzó el auge con la elite política y empresarial de Rusia, sin perder nunca la visión global profundamente cínica y la moralidad torcida de la policía secreta soviética. Putin no llevó a su elite al poder. Por el contrario, esta ya estaba en su lugar al final del primer periodo presidencial de Boris Yeltsin en 1996, para cuando Yeltsin, y no Putin, ya había reinstaurado muchos de los poderes y privilegios de los servicios de seguridad, y Yeltsin, no Putin, había supervisado la distribución de los recursos naturales a un reducido grupo de allegados. Pero a medida que declinaba la salud de Yeltsin, algunos del círculo interno empezaron a buscar a un sucesor confiable, que pudiera velar por sus intereses, y Putin parecía tener todas las cualidades necesarias.
Para ilustrar la naturaleza de la nueva clase dirigente rusa, Gessen dibuja retratos de varios personajes, mayores y menores, que han funcionado dentro y alrededor de esta desde los 90. Entre estos se incluyen el mayor Sobchak, amigo y mentor tanto de Putin como de su compinche, el expresidente Dmitri Medvedev; Boris Berezovsky, el oligarca −antiguo matemático e ingeniero– que en sus propias palabras le presentó a Putin a Yeltsin, facilitando así su camino al poder; Andrei Bystritsky, el ejecutivo de la televisora del Estado, quien era uno de los jefes de propaganda de la campaña para la reelección de Vladimir Putin en 2004; Alexander Litvinenko, el oficial del FSB asesinado por envenenamiento con radiación en Londres en 2006, tras intentar exponer la corrupción en el FSB.
Gessen investiga el papel de Putin en el fallido intento de golpe de 1991; en el ataque terrorista a un teatro de Moscú en 2002; y en la persecución de Mikhail Khodorkovsky, el oligarca petrolero que fuera arrestado en 2003 tras mostrarse muy crítico de Putin, y que sigue preso casi 10 años después luego de una serie de juicios que solo pueden ser denominados como montajes teatrales.
En cierta manera, el personaje más intrigante de Gessen –con la excepción, por supuesto, del propio Putin– es Marina Salye, una política liberal de San Petersburgo que fue directora del comité de suministros alimenticios del Consejo de la Ciudad de Leningrado en 1991 (y quien murió a la edad de 77 años el 21 de marzo de 2012).
En ese momento, Sobchak era el alcalde, Putin era su adjunto, y Leningrado, que entonces recuperaba su nombre original de San Petersburgo, se había quedado sin alimentos. El sistema económico soviético estaba implosionando, había motines por el tabaco y el azúcar, y el Consejo de la Ciudad negoció la compra de varios trenes llenos de carne y papas. Salye fue enviada a Berlín a firmar contratos, como relata Gessen:
“Y cuando llegamos allí, me dijo Salye años más tarde, todavía indignada, esta Frau Rudolf con la cual debíamos reunirnos me dice que no nos puede recibir porque está en negociaciones urgentes con la Ciudad de Leningrado por el tema de las importaciones de carne. Nuestros ojos se desorbitaron. ¡Porque nosotros éramos la Ciudad de Leningrado, y nosotros estábamos allí por el tema de la importación de carne!’”
La carne nunca apareció
El dinero que Salye creía estaba destinado a esa compra –90 millones de marcos alemanes– desapareció. Luego Salye descubrió que Putin, quien luego lideró el Comité de Relaciones Exteriores para el alcalde, había sido responsable de esa estafa, así como de muchas otras. Supo que Putin, un abogado entrenado, había incurrido a sabiendas en docenas de contratos ilegales en nombre de la ciudad, la mayoría en exportaciones de leña, petróleo, metales, algodón y otros materiales brutos.
Como explicó Salye: “Toda la razón de la operación era esta: crear un contrato maleado con alguien en que pudieras confiar, para emitirle una licencia de exportación, para que la oficina de aduanas abriera la frontera en base a esta licencia, para enviar los materiales al extranjero, venderlos y quedarse con el dinero. Y eso fue lo que sucedió”.
A pesar de que no se pudieron hallar la mayor parte de los contratos, ella sí encontró alguna documentación que probaba que Putin había arreglado, al menos, la exportación de unos 92 millones de dólares en commodities a cambio de comida que nunca llegó. Anotó su hallazgo en un informe para el Consejo de la Ciudad de Leningrado, que le remitió a Sobchak con una recomendación de despedir a Putin y su adjunto. Salye también le hizo llegar el informe al contralor de Yeltsin, quien entrevistó a Sobchak y luego le pasó las mismas conclusiones a Yeltsin. “Y luego,” escribe Gessen, “no pasó nada.” Ahí murió la historia.
El Consejo de la Ciudad de Leningrado no salió de Putin. En cambio, Putin –o mejor dicho el alcalde Sobchak– salió del Consejo de la Ciudad de Leningrado, que fue disuelto por un decreto administrativo al poco tiempo. Salye dejó la política. En el 2000 escribió un último artículo sobre los años de Putin en San Petersburgo. Su título: “Putin es el presidente de una oligarquía corrupta.” Esta fue su última declaración sobre el tema. Al poco tiempo algo la asustó tanto que huyó. Gessen la encontró 10 años más tarde, viviendo en una pequeña aldea a 12 horas de Moscú en carro. Y ni siquiera entonces le dijo a Gessen a qué le tenía miedo. Y allí de nuevo termina la historia.
Finalmente, la historia de Salye, como muchas de las de Gessen, no es satisfactoria. Nunca sabemos realmente qué pasó ni porqué se retiró a la provincia. Nunca identificamos las fuerzas misteriosas que conspiraron de alguna manera para evitar que la carne desaparecida, y los contratos amañados, se convirtieran en un escándalo público. Algunos críticos de Gessen se quejan de su incapacidad para llenar esos vacíos (“el problema es que no hay evidencias sobre estos hechos,” escribió uno de ellos), o han sugerido, casi condescendientemente, que es un poco histérica y tal vez dada a las “teorías conspirativas”.
Pero ese es exactamente el punto acerca a la Rusia contemporánea: no hay pruebas de nada de lo que ha ocurrido. Los documentos se esfuman. La gente ha desaparecido o ha cambiado de identidad. Las grandes compañías son propiedad de empresas fantasmas y misteriosamente manejadas. Después de que el gobierno de Putin arrestó a Khodorkovsky en 2003, su empresa, Yukos, quebró y sus grandes haberes fueron subastados. Solo vino un comprador a la subasta: una empresa hasta entonces desconocida, llamada Baikal Finance Group, cuya dirección de oficina resultó ser un bar de vodka en un pueblo de provincia llamado Tver. La empresa luego vendió sus bienes por muy poco a Rosneft, otra empresa petrolera, cuyo accionista principal es el gobierno ruso. El presidente de Rosneft, además de su carrera empresarial, también tenía otro empleo: era el Secretario de Estado de Putin.
Rosneft finalmente recibió la licencia oficial del establishment financiero internacional y vendió sus acciones en la Bolsa de Londres. Los antiguos propietarios y accionistas de Yukos ahora están presos o exilados, reducidos a presentar demandas interminables contra el gobierno ruso.
A veces, algunos sí parecen un poco histéricos. Como William Browder, el director de Hermitage Capital, quien se embarcó en una vendetta personal y política contra el gobierno ruso después que el FSB torturó y asesinó a su abogado, Sergei Magnitsky, en una prisión rusa. Antes de morir, la periodista Anna Politkovskaya también podía parecer un poco histérica. Su libro sobre Putin contiene historias aún más complejas sobre corrupción, mafia y terrorismo que The Man Without a Face.
Igual que Starovoitova, Politkovskaya fue asesinada en las escaleras de su edificio residencial en Moscú en 2006, y ese crimen tampoco ha sido resuelto. A medida que se acumulan los cadáveres y que el capital fluye lejos del país, mientras surgen colonias rusas como hongos en Londres, Niza y Courcheval, donde se lavan diligentemente hasta ser respetables, no es difícil desarrollar una teoría conspirativa, y hasta una serie de teorías conspirativas, para explicar lo que ocurre.
Nadie puede imponernos nada
El libro de Gessen tiene fallas –no llena parte del fondo, pasa muy rápidamente sobre puntos importantes, y en eso pierde un poco la cronología– pero ostenta una gran virtud. Aunque Gessen está lo suficientemente alejada para escribir en un inglés hermosamente claro y elocuente, también está lo suficientemente cerca para transmitir con agudeza los grandes cambios de emociones, la atmósfera de loca especulación, la paranoia y también la histeria que prevalecen sobre cualquier discusión y debate político en la Moscú de hoy.
Pero esta no es una biografía común, el libro de Gessen también logra evocar no tanto los detalles precisos de la vida de Putin, pero sí la cultura y la atmósfera dentro de la cual creció, y los valores que desarrolló e incorporó. Aunque no “prueba” nada, establece que probablemente vino de una familia afiliada a la KGB –sus padres tenían una riqueza sospechosa, considerando el medio que los rodeaba– y ciertamente estaba obsesionado con unirse a la policía política desde una edad temprana. En sus propias palabras, lo atraían el glamour, el secretismo y el poder de la organización.
“Me sorprendía, sobre todo, cómo una pequeña fuerza, una sola persona en realidad, podía lograr algo que no podía conseguir un ejército completo,” les dijo a sus biógrafos oficiales. “Un solo oficial de inteligencia puede decidir el destino de miles de personas. Al menos, así lo vi yo”.
Gessen concluye que Putin quería gobernar al mundo, o parte de él, “desde las sombras.” Finalmente, fue aceptado en el servicio secreto y se sometió a un entrenamiento extenso, aprendiendo no solo las técnicas −incluyendo, se supone, cómo asumir un alias, cómo vivir encubierto, cómo manipular cuentas de banco extranjeras y crear empresas falsas– sino también la mentalidad de un policía secreto.
No es por accidente que Putin y todos sus colegas comparten la creencia de la KGB en el poder del Estado para controlar la vida de la nación, y no es por accidente que instintivamente son escépticos ante las empresas, las personas y las organizaciones independientes. Durante su entrenamiento aprendieron que no se puede permitir que los eventos simplemente sucedan, deben ser controlados y manipulados; que los mercados no pueden ser genuinamente abiertos, que deben ser manejados desde detrás de escena; que las elecciones no pueden ser impredecibles, deben ser planificadas de antemano… como lo son las de Rusia hoy en día.
Pero más importante aún, estos antiguos policías secretos aprendieron a asumir que cualquiera que los criticaba a ellos y al régimen eran sospechosos por naturaleza, probablemente espías extranjeros y ciertamente un enemigo.
Enemigos a la vista de Vladimir Putin
Starovoitova era un enemigo, Politkovskaya era un enemigo, Khodorkovsky era un enemigo, pero también lo es cualquiera que ose cuestionar el derecho absoluto de los chekistas para dirigir Rusia. Al final de The Man Without a Face, Gessen puso un breve epílogo que describe la génesis de la Revolución de Nieve, la serie de demostraciones que se llevaron a cabo en Moscú al final de 2011 e inicios de 2012. Explica que estos eran encuentros no planificados –producto de mensajes de texto, llamadas telefónicas, mensajes de Facebook y conversaciones entre amigos– que nadie era responsable de ello y que al inicio nadie sentía mucho entusiasmo al respecto. Ella salió a una demostración el 5 de diciembre a regañadientes. “¿Quién va a enfrentar este frío para pelear una guerra sin esperanzas como es la democracia?”, se preguntó. Pero resultó que salió “todo el mundo. Al menos todo el mundo que yo conozco.” Su generación, cansada de la corrupción y la amenaza a la vida pública, finalmente se decidió, espontáneamente, a tomar las calles. Fue creciendo por contagio, culminando en una demostración de 50.000 personas el 10 de diciembre, probablemente la manifestación más grande que ha tenido la oposición en Moscú desde 1991.
Pero Vladimir Putin, y los matones de Putin, no creyeron que las protestas surgieran espontáneamente, porque el FSB no cree que ocurran eventos espontáneos. No, el FSB cree que los grupos cívicos independientes realmente no son independientes, que las organizaciones no gubernamentales están conectadas con gobiernos extranjeros, y que los “demócratas” realmente no creen en la democracia.
En 2007 Putin declaró que “lamentablemente, todavía hay gente en nuestro país que actúa como chacales de embajadas extranjeras… que cuentan con el apoyo de fondos y gobiernos extranjeros, pero no con el de su propia gente”. Esta era una advertencia directa contra la minúscula comunidad de activistas de derechos humanos y sindicatos rusos, y fue percibido así en su momento.
La noche de su tercera reelección, el 4 de marzo, repitió esto, esta vez describiendo a los manifestantes –los hombres y mujeres de la generación de Gessen− en términos duros y hasta histéricos. “Les mostramos que nadie puede imponernos nada”, declaró con gran pasión, con lágrimas en los ojos: “Les demostramos que nuestra gente puede distinguir entre el deseo de renovación y una provocación política que tiene un solo objetivo: destruir el Estado ruso y usurpar el poder”.
El poder frente a los adversarios de Vladimir Putin
A Vladimir Putin no solo le desagradan sus potenciales oponentes, sino que, en otras palabras, cree que son agentes siniestros de poderes extranjeros. No solo tiene objeciones ante el sistema político liberal que apoyan, cree que están conspirando para “usurpar el poder” y entregar el país a los rapaces extranjeros. Para poder mantenerlos alejados de las palancas del poder, solo permitió que los candidatos aprobados oficialmente estuvieran en las tarjetas de votación: caras cansadas y conocidas, que han perdido ante Vladimir Putin muchas veces o que no tenían posibilidad alguna de ganar. Así protege el presidente ruso a sus compatriotas de aquellos que “destruirían el Estado ruso.”
No hay razón alguna para no tomarle la palabra a Putin o dudar de que cree lo que dice. Como ha demostrado el trabajo reciente en los archivos soviéticos, los policías del servicio secreto soviético también creían lo que decían.
Realmente creían que sus críticos internos eran “enemigos,” que las fuerzas de reacción de la burguesía imperialista-capitalista buscaba socavar el régimen, y que solo los chekistas audaces podían detener el caos y la derrota.
Como lo demuestra Gessen, Putin ha heredado esas creencias orgullosamente, y maneja Rusia de acuerdo con ellas.
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Anne Applebaum, columnista de The Washington Post, está especializada en la historia de la URSS. Su bibliografia integra Gulag, 2003; El telón de acero, 2014; Hambruna roja, 2019; y El ocaso de la democracia, 2020.
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